Aunque Boris Johnson anuncie un ‘Brexit’ a la tremenda y Trump y Putin reediten las mañas de la guerra fría, el tema político de las vacaciones será la investidura de Pedro Sánchez con la polémica entre gobierno de coalición y gobierno socialista con apoyo de otros partidos.
Nada más sufrir el rechazo en el Congreso de los Diputados, el presidente y su equipo salieron en tromba para dar por zanjado el acuerdo con Podemos, y explorar el pacto con los partidos de derechas (PP y Ciudadanos).
Una semana más tarde las aguas vuelven a su cauce, ya que Pablo Casado y Albert Rivera quieren pagar a Pedro Sánchez con la moneda del «no es no» que tanto popularizó el líder socialista cuando Rajoy necesitaba su abstención para ser investido.
Conviene destacar que las declaraciones de algunos dirigentes ‘sanchistas’, como José Luis Ábalos, recordando que el PSOE se había abstenido, resultan un tanto indecorosas, porque la abstención la impusieron Susana Díaz y Javier Fernández, mientras ellos apostaban por el no.
A mi juicio, Casado y Rivera cometen un grave error porque los intereses de España demandan un pacto entre los tres partidos constitucionalistas (PSOE, PP y Ciudadanos), pero entiendo que la venganza es una de las grandes motivaciones de la vida política, como ocurre en cualquier actividad competitiva.
Modelos
Sánchez e Iglesias inician las maniobras preliminares para acordar la investidura. El presidente se acoge al modelo portugués: gobierno socialista sostenido por tres fuerzas del espectro progresista (comunistas, verdes, nueva izquierda). El resultado es un programa de gobierno negociado que permite un pacto de legislatura.
El presidente ya empezó los contactos con colectivos sociales (feministas) para presionar a Podemos. No hace falta decir que para Sánchez la gran ventaja de la vía portuguesa estriba en que no hay que repartir ministerios con Podemos.
Pablo Iglesias propone retomar las negociaciones en el punto donde habían quedado, con una vicepresidencia y tres ministerios para el partido morado. Analicemos la cuestión.
Los gobiernos de coalición entre dos partidos son más usuales cuando gozan de una representación parlamentaria semejante. El mejor ejemplo fueron los gobiernos de unidad de la izquierda en Francia, con Mitterrand y Marchais.
A sensu contrario, cuando un partido tiene muchos más diputados que el resto se estilan más los gobiernos monocolores respaldados por otros grupos desde el Parlamento. Como el PSOE tiene 123 escaños y Unidas Podemos apenas supera la tercera parte (42), la fórmula parece, en principio, adecuada para la ocasión.
Historia
Si uno mira hacia atrás, descubrirá que la izquierda española enfocó esta cuestión de una manera cambiante. Nada más estrenarse la democracia, el Partido Comunista de Santiago Carrillo propuso un gobierno de concentración, con el PSOE y UCD (la derecha moderada). Una especie de tripartito progresista. Felipe González no quiso saber nada.
En los años ochenta, el PCE y, luego, IU, eran mucho más proclives a dar apoyos parlamentarios que a compartir gobiernos con los socialistas. Predominaba la tesis de no mancharse las manos. Una década más tarde, con Julio Anguita en el puesto de mando, la fórmula de éxito fue el famoso, «programa, programa, programa», sin entrar en repartos de poder.
En el siglo XXI empezaron a cambiar las cosas. Cuando alguno de los actuales dirigentes de Podemos (Monedero) eran asesores de los líderes de IU, lanzaron la consigna de «vale más un ministro que diez diputados». Eran los tiempos en que Zapatero sondeaba a Llamazares con un acuerdo de gobierno. Y llegamos al presente.
Ocasión
La gran ocasión para Pablo Iglesias estuvo en la moción de censura a Rajoy. El PSOE tenía 84 escaños y Unidas Podemos, 71. Ya que había que derribar a Rajoy hagámoslo bajo la fórmula de la coalición. Se conformó con dar un teatral abrazo a su enemigo íntimo.
Si Iglesias fuera un político experto habría aprovechado la coyuntura para colarse en el gobierno con casi tantos ministros como el PSOE. Un año más tarde perdió el 40% de los escaños que tenía y clama por la coalición.
Sánchez gobernó con libertad, sin incómodos socios en el gobierno y sin un programa común que gestionar. Hizo electoralismo puro y duro. En las elecciones del 28 de abril, ganó 39 escaños, 29 de ellos se los arrebató a Unidas Podemos.
A estas alturas, Pablo Iglesias está arrepentido y quiere recuperar el espacio perdido con la herramienta del gobierno de coalición. Los socialistas tienen muchas horas de vuelo y no van a incurrir en ingenuidades. En caso de colapso tienen el antídoto para combatir a Podemos: elecciones en noviembre.
Los pactos de legislatura dejan de ser un cheque en blanco si se cumplen dos condiciones. El programa debe tener pocos puntos y ser muy concretos para que los pueda asimilar el electorado. Nada que ver con los 150 puntos del pacto entre PSOE y Ciudadanos.
Segunda condición: tiene que haber una alternativa parlamentaria crítica, que pueda emerger, por ejemplo, en la votación de presupuestos tumbando el proyecto. Dos premisas para que pueda armar una estrategia un aprendiz como Pablo Iglesias.