Dentro de poco más de dos años, la carestía de los viajes no va a depender del precio de la gasolina, sino de la carretera por la que se transite. El Gobierno quiere convertir en vías de pago las autopistas, autovías y carreteras nacionales. Cerca de 26.000 kilómetros dejarán de ser un motivo de gasto para transformarse en una fuente de ingresos para el Gobierno.
Las carreteras, un bien público donde los haya, facilitadoras del derecho constitucional (artículo 19) ‘a circular por el territorio nacional’ serán accesibles para los automovilistas previo pago. El crecimiento del salario mínimo (19 euros) va a quedar absorbido en un par de salidas domingueras (gasolina aparte). La revalorización de las pensiones también se va a quedar en nada con los peajes.
Ya pagamos la construcción de las carreteras con nuestros impuestos y ahora vamos a asumir su mantenimiento a través de lo que la ministra de Transportes, Raquel Sánchez, llama «tarifar la red viaria».
El plan del Gobierno choca con la tradición de las carreteras españolas, que siempre estuvieron abiertas al público, con la excepción de 2.000 kilómetros construidos por empresas privadas, que se resarcen de la inversión realizada y obtienen un beneficio cobrando a los usuarios.
En Asturias, estrenamos la primera vía de doble calzada el 10 de febrero de 1976, al inaugurarse la autopista ‘Y’. Jamás se construyó un arma tan poderosa contra el localismo. Facilitó los vínculos sociales, económicos, laborales o académicos de una forma desconocida. Sin la ‘Y’ Asturias sería mucho más pobre y estaríamos todos mucho más aislados. La ‘Y’ permitió que el drama de algunas urgencias no llegara a ser tragedia. Creo que conduje por ella en las veinticuatro horas del día: infraestructuras como nuestra autopista proporcionan libertad. Digo esto porque cuando nos hablan del transporte público me dan ganas de preguntar en qué elemento móvil hay que montar para ir a las cuatro de la mañana de una a otra ciudad. ¿O lo normal es el toque de queda?
Por sus calzadas se hicieron más de mil millones de viajes en coche. Si hubiera habido peajes desde el principio, el Estado habría ingresado decenas de miles de millones de euros. Eso es lo que se va hacer ahora.
La ministra, Raquel Sánchez, dice que es muy caro el mantenimiento de las carreteras. Así que cuando España tenía algo más de 3.000 dólares de renta per cápita (año 1976), el Estado tenía dinero para reparar las carreteras, y ahora que alcanza los 29.600 dólares por cabeza obliga a pagar un peaje.
Lo más grave es que no solo pagaremos en autopistas y autovías, sino en cualquier carretera nacional que lleva ya muchos años amortizada.
Para justificar tan radical medida contra la cartera de los ciudadanos, la ministra ofrece distintos argumentos.
El primero es que nos obliga Europa. A Bruselas le preocupan las pensiones y la reforma laboral de la mayoría Frankenstein, no las carreteras de toda la vida.
Segundo argumento oficial: el peaje es para combatir el cambio climático (‘el que contamina, paga’). Si así fuera, la ministra no tendría rubor en declarar que cuando todos los coches fueran eléctricos suprimiría el peaje. A ver si se atreve Pinocho a salir a la palestra para hacer una promesa semejante.
Tercer argumento: con el peaje se alcanza un «sistema justo para los ciudadanos». Es evidente que los ciudadanos consideran mucho más justo y beneficioso viajar gratis.
Cuarto y último argumento: con el peaje se libera dinero para otras actividades. Argumento verdadero. El Gobierno obliga a gastar a los ciudadanos en peajes, para poder aumentar los gastos del Estado. Así de claro.
Ante el peaje generalizado, los ciudadanos circularán por vías de segundo y tercer orden, con un resultado cantado: crecerá el número de muertos.
En España, en el año 1989 murieron 9.344 personas en accidentes de tráfico. En 2019, último año antes de la pandemia, con la circulación normalizada, la cifra fue de 1.755. Una historia de éxito que ningún otro país en Europa experimentó. Hay varias razones para ello, pero la principal es la formidable mejora de la red viaria. Con la generalización de los peajes, estamos abocados a sufrir un retroceso doloroso.
Crecerá la inflación, porque las mercancías encarecerán, y habrá menos turismo, ya que los desplazamientos serán más caros.
El Gobierno del igualitarismo va a propiciar la desigualdad social. Una familia que tenga altos ingresos no se privará de ningún tramo de placer, mientras que un maestro interino (e itinerante), perderá parte de sueldo viajando un trimestre a Arriondas, otro a Luarca y el tercero a Mieres, por vías de pago.
Vamos camino de una gran colisión entre la mayoría política y la mayoría social. Un choque frontal entre diputados y ministros, por un lado, y ciudadanos por el otro. Entre el coche oficial sin barreras y el auto particular gripado por los peajes.
No puedo entender cómo los partidos de la oposición no han levantado la bandera del stop a los peajes. Pasar de 2.000 kilómetros de pago a cerca de 26.000 es una barbaridad sin precedentes.
No digo ya para el poderoso gremio del transporte (España es el país de los camioneros) que ha sorteado mil dificultades. No merecen quedar en pérdidas para que este grupo de manirrotos derrochen el dinero en frivolidades.
Del choque entre ciudadanos y élites, entre la España política y la sociológica, saldrá un país diferente.