Se cumplieron ayer los cuarenta años de la aprobación de la Ley del Estatuto de Autonomía para el Principado de Asturias. La fecha no fue festejada, cuando las cuatro décadas de cualquier institución o persona constituyen una ocasión pintiparada para tirar la casa por la ventana. La razón de la discreción -vamos a llamarlo así- no es otra que el drama que rodea a nuestro Estatuto, envuelto en opacas negociaciones a cuatro bandas para reformarlo, con el bable convertido en lengua oficial de la comunidad.

El Real Instituto de Estudios Asturianos (Ridea) organizó un ciclo de conferencias sobre la efemérides que inauguró Teresa Fernández de la Vega, ‘vice’ con Zapatero. Ella y Soraya Sáenz de Santamaría son las dos mujeres que tuvieron más poder en la política española, nada que ver con las vicepresidentas actuales. Sobre la reforma recomendó que «lo hagan como han hecho siempre, con consenso y respeto». Para evitar confusiones, señaló cómo se construyen los consensos: «con voluntad, diálogo, debate y respeto, y aquí siempre se ha hecho así». Imposible decirlo mejor con pocas palabras.

En efecto, en Asturias se había elaborado el Estatuto con consenso. Los padres de nuestra norma máxima recibieron, este año, la Medalla de Oro de Asturias, por su ejemplar labor. Sin embargo, la actual reforma del Estatuto de Autonomía es un intento de parte (la izquierda) que quiere valerse del naufragio de un diputado solitario para imponer la oficialidad del bable a más de un millón de castellanos parlantes. No sólo no hay consenso, sino que no se buscó, dando por agotada la negociación con el centro-derecha tras una breve entrevista con cada grupo parlamentario. Faltó voluntad, diálogo y debate, tres de las condiciones citadas por De la Vega. Tampoco se aceptó la convocatoria de una consulta no vinculante, para evitar que la sociedad censurara un intento tan espurio.