La renuncia de Iván Espinosa de los Monteros a recoger el acta de diputado evidencia que Vox no está libre del mal que afecta a los nuevos partidos españoles, fundados después de iniciarse la debacle financiera de 2008. También se podría rastrear este fenómeno en grupos o plataformas de carácter provincial.
Primero fue la desintegración de Ciudadanos, que pasó en menos de seis meses de tener 57 diputados (mayo 2019) a 10 (noviembre 2019). Posteriormente fue quedando convertido en fuerza extraparlamentaria en cuantas comunidades autónomas se celebraban elecciones. Por el medio desapareció Albert Rivera e Inés Arrimadas volvió a su tierra de origen (Andalucía).
La caída de Podemos fue más larga. Debutó en el Congreso de los Diputados con 69 escaños (diciembre 2015). Luego, bajo la alianza de Unidas Podemos, obtuvo 71 (mayo 2016). A partir de ahí empezó la caída hasta la irrelevancia: 42 (abril 2019), 35 (noviembre 2019) y 5 el pasado 23 de julio. Sumar obtuvo 31, pero sólo 5 son del partido morado. El único objetivo que les queda es estropear el invento a Yolanda Díaz.
Vox, pese a la implantación que tiene en otros países de la Unión Europea la derecha radical, también demuestra la misma fragilidad que los otros partidos noveles. A poco olfato político que tengan los dirigentes de Vox, habrán intuido que los comicios de hace tres semanas se planteaban en clave bipartidista. A los partidos que están en los extremos les tocaba sufrir. Pedro Sánchez dio a la convocatoria a las urnas una impronta plebiscitaria y así lo asumió el electorado. Sánchez o Feijóo. Las renuncias a recoger el acta de diputado de Espinosa de los Monteros y Juan Luis Steegmann y la polvareda levantada evidencian que Vox no estaba preparado para superar el test de estrés de perder diecinueve diputados.
Antes de seguir con la secuencia de Vox, quiero llamar la atención sobre la moda imperante entre los políticos españoles de abandonar la política, o pasar a un segundo plano, poniendo como argumento la salud, la familia y la vida privada. No hay uno solo que se haya ido por esas razones. En todos los casos, los problemas en su formación política han sido la clave.
Espinosa de los Monteros no es una excepción. Lo más chocante es que prensa y público le agradezcan la forma tan «elegante» de decir adiós. La hipocresía, definitivamente, es un valor. Me parece intolerable que los mismos políticos que nos piden el voto nos traten como niños y nos regalen mentiras piadosas, envueltas en emoción.
Tras llevar cinco días especulando con Vox y su futuro, resulta increíble que Santiago Abascal no diga nada. Ya sucedió hace un año, cuando se fue Macarena Olona. El líder no tiene nada que decir a sus electores, mientras todos los analistas dan vueltas sobre su entorno (Jorge Buxadé y epígonos).
Vox, como los otros partidos jóvenes, entran en crisis por reveses electorales. Olona se fue tras la mayoría absoluta de Moreno Bonilla en Andalucía. Espinosa de los Monteros se va por el trato dado por el electorado de la derecha: el PP ganó 48 diputados sobre los anteriores comicios y Vox perdió 19.
De Vox se suele hablar por determinadas tomas de posición ante temas concretos. No todas son disparatadas. Defender la democracia de los antisistema (independentistas, filoterroristas, etc.) es un acierto. Sin embargo, no se suele hablar de sus equivocaciones en la política parlamentaria. Las dos mociones de censura del anterior mandato fueron errores mayúsculos. Al tercer partido de un Parlamento no le corresponde encabezar una moción de censura. Es una cuestión conceptual. La primera la derrotó Pablo Casado, con un discurso impecable, y la segunda fue un ejercicio de surrealismo, con un señor de 89 años, ajeno a la política institucional, aceptando ser candidato a presidir el Gobierno porque le convenció un amigo que era, a su vez, amigo de Abascal.
Todo esto me lleva a una cuestión más lejana, que está en el origen de Vox como fuerza parlamentaria. Tengo la sensación de que los cuadros de Vox no saben por qué su partido en las elecciones generales de 2015 sacaba 57.000 votos (0,23%) y en la repetición de los comicios, en 2016, bajaba a los 47.000 (0,2%), mientras que tres años más tarde obtenía 3,6 millones de votos (15,2%).
Solo hay una razón. El levantamiento del independentismo catalán contra la Constitución, en el otoño de 2017, y la respuesta de Rajoy haciendo de don Tancredo. Un sector de la sociedad consideró que Vox era útil para hacer frente a los levantiscos. Si no hubiera habido motín, Vox se mantendría como partido extraparlamentario, con un porcentaje de votos decimal.
La gente no les vota por su fobia a la Unión Europea, ni por su afán en la pandemia por convertir a China en culpable (el grito de Serrano Suñer, «Rusia es culpable»), ni por negarse a cualquier tipo de descentralización, sino por defender la nación.
Si en los próximos meses fracasase la investidura o habiendo elegido un presidente no fuera posible la gobernabilidad y fuéramos a elecciones anticipadas, el bipartidismo del sistema se acentuaría a costa de lo queda de los nuevos partidos. PSOE y PP se recuperan a costa de unos grupos que no tienen suelo.
Ante un previsible retroceso, Vox tiene el anclaje de su participación en gobiernos autonómicos, pero ni siquiera esa vía es segura para evitar nuevas pérdidas de escaños. Tienen que preguntarse por qué están y para qué.