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Luis Arias Argüelles-Meres

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Recuerdos de Oviedo: Por Santo Domingo y Fuente del Prado

“Mi alma es una orquesta oculta; no sé qué instrumentos tañe o rechina, cuerdas y arpas, timbales y tambores, dentro de mí. Sólo me conozco como sinfonía”. (Pessoa).

Podría hablarse de un tiempo en el que en Oviedo todavía eran mucho más difusos los límites entre lo urbano y lo rural. Podría hablar de algunos recuerdos de la niñez en la zona de santo Domingo en nuestra ciudad, donde una de mis tías abuelas tenía un chalet, chalet con una finca grande. De hecho, a la casa se llegaba tras un recorrido no pequeño por una senda entre el verde marcada como senda de paso, huella indeleble de continuas y cotidianas idas y venidas.

Aquello era, en efecto, Oviedo, estaba en la ciudad que tenía lo rural aún más incorporado que ahora. No nos hacía falta abandonar la capital para encontrarnos en plena naturaleza. Y, al menos, para el niño que fui, tal cosa no resultaba atípica, formaba –nunca mejor dicho- parte del paisaje, parte del mundo más conocido.

Lo curioso es que, a la hora de intentar revivir las imágenes de las estancias en aquella casa, siendo niño, lo que recuerdo con mayor nitidez es la amplitud de los espacios, empezando por la entrada de aquel chalet y siguiendo por las puestas acristaladas que abundaban por muchos de los espacios de la casa.

Nunca olvidaré una tarde en plenas vacaciones navideñas en las que fuimos a visitar a mí tía abuela, que vivía con su hija y sus nietos. El itinerario comenzó en Camilo de Blas donde compramos unos pasteles como presente. Era un día gris, aunque no llovía. Hacía frío, pero la trenca, incluida su capucha, me servía para combatirlo. Caminaba con las manos en los bolsillos, prefería aquello a los guantes.

Durante el trayecto, hablábamos del Belén que había que poner un año más en el salón comedor de casa, y en algún momento nos encontramos con personas conocidas. Saludos breves, acompañados por los tópicos propios de las fechas de los mejores deseos para el año que ya estaba a punto de entrar.

Cuando llegamos a la plaza de Santo Domingo, empezó a llover. Aceleramos el paso.

Recuerdo, como dije más arriba, la amplitud del vestíbulo y las puertas acristaladas. En la galería, tomamos un chocolate acompañado de los pasteles que habíamos comprado, también de unas pastas de sabor inolvidable que eran una receta de la familia. Aun compartiendo un mismo espacio, y también el idioma, lo cierto es que las conversaciones entre las personas mayores, por muy cerca que estuviesen de nosotros, eran otro mundo, hasta el extremo de que las oíamos sin escucharlas, no sólo por ser una consigna que teníamos bien aprendida, sino también porque, salvo excepciones, no resultaban de nuestro interés.

Aquel chocolate a la taza, reforzado además con un delicioso pastel de Camilo de Blas y también con las pastas, no sólo eran manjares de los que disfrutaba mucho, sino también una especie de ritual que me abismaba en mis fantasías infantiles. Recordaba lecturas recientes y series de dibujos animados. La lectura de determinados episodios de “El Llanero Solitario” y el recuerdo de las cosas que pasaban en Yellowstone con el Oso Yogui como protagonista.

Hubo un momento, tras aquellas transcendentales abstracciones, en el que reparé en el suelo de aquella galería, en todos sus rincones, bajo los muebles y sin ellos. Confieso que me pareció un escenario pintiparado para jugar por allí a las canicas. De hecho, me costó poco esfuerzo imaginar que aquello se llevaba a cabo con las bolitas deslizándose por aquellas tablas anchas y enceradas.

Pero, en un momento dado, me olvidé de las canicas y pensé en aquel tren eléctrico que me había regalado la dueña de la casa el año anterior el día de mi cumpleaños. Aquel tren eléctrico era uno de mis juguetes preferidos. Cuando lo ponía en marcha, marcaba, a mi modo y manera, determinadas estaciones, a veces conocidas, a veces, imaginadas.

De modo y manera, que la tarde transcurrió entre dulces, historias, dibujos animados, canicas y viajes en tren. Porque, además de estaciones en el exterior de su recorrido, también me inventaba interiores, a veces, con viajeros dentro.

Fue una tarde aquélla donde el sentimiento lúdico de la niñez se alzó con todo el protagonismo.

Cuando se terminó la visita, ya había anochecido. Se notaba la humedad en el ambiente, no sólo por la lluvia, sino también por el frío de la estación, ese frío que calaba a pesar de la trenca y de los calcetines de lana.

Oviedo, en aquella tarde invernal, era también una estampa navideña, en la que se hacía ver el aliento de muchos transeúntes, en la que las luces exteriores e interiores iluminaban el espíritu de aquellos días con sus vivencias, en la que las pastelerías estaban llenas de gente, en la que todos los viandantes deseaban llegar a su casa en horas de sosiego.

Una tarde navideña en una casa de campo en pleno Oviedo. En un Oviedo en el que lo rural no resultaba nada exótico. Una tarde en Santo Domingo y prado de la vega, en aquel Oviedo que aún perdura en los recuerdos de muchos de nosotros.

Una tarde navideña en la que me hubiera gustado recorrer aquella finca, en un caballo tan hermoso como el que montaba El Llanero Solitario.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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