«Cada hombre tiene que decidir en cada instante lo que va a ser en el siguiente. Esta decisión es intransferible». (Ortega y Gasset).
«La ciudad estaba llena de dormidos despiertos que no escapaban realmente a su suerte sino esas pocas veces en que, por la noche, su herida, en apariencia cerrada, se abría bruscamente… Por la mañana volvían a la plaga, esto es, a la rutina». (Camus).
Hay calles que empiezan siendo juego, hay calles que nos llevan a una librería, hay calles que atesoran en nosotros para siempre vivencias indelebles y también hay calles cuyo primera referencia es el cine. Pues bien, tal cosa sucede en mis recuerdos con la vía pública de la que voy a desgranar recuerdos en la presente historia.
En efecto, Valentín Masip, cuyo nombre no fue suprimido del nomenclátor vetustense, es una calle que, para mí, empezó por ser cine y por ser noche. Allí estuvieron las salas cinematográficas que llevaban el nombre del autor que inmortalizó esta ciudad literariamente y que, al mismo tiempo, se inmortalizó el propio escritor con una novela que es una auténtica obra maestra. Unas salas de cine de las que ya me ocupé en una de mis entregas de memorias carbayonas.
Ante todo cine, pero no sólo cine. Ante todo noche, pero no sólo noche. Ante todo, modernidad. Ante todo, la etapa de mi vida de juventud y, también, la década de los noventa.
Fue precisamente en esta década ya avanzada, mientras paseaba por la calle de la que nos estamos ocupando cuando pensé que, de algún modo, esta vía pública viene a ser la calle Uría de esa parte de Oviedo que creció por encima y alrededor de la avenida de Galicia.
Fue una mañana de septiembre a última hora de la mañana, cuando ya había empezado la cuenta atrás para el nuevo curso académico en mi etapa como profesor del que entonces se llamaba Instituto Rafael del Riego, de Tineo.
Una mañana en la que ya había pasado la hora del Ángelus. Estábamos ‘vermuteando’, eso sí, el arriba firmante se tomaba un café. Y aquel trasiego de gentes por las aceras, también aquellas entradas y salidas continuas en las tiendas y en las oficinas bancarias, escenificaban claramente los trabajos y los días de una calle comercial. De una calle que además, es llana, lo que en Oviedo no es tan frecuente y que además facilita un tránsito cómodo para sus transeúntes.
En efecto, calle comercial, calle muy activa, que, de algún modo, viene a ser la calle Uría de la zona alta de Oviedo, muy cercana a la avenida de Galicia, muy próxima a la salida de la ciudad hacia el occidente, nivelada con la vía que conduce a la plaza de Castilla. Y, sin embargo, sigue siendo una calle más para peatones que para coches, una calle para transitarla sin prisa.
Una calle que termina en plaza, una calle que parece concebida para el ocio y el consumo, una calle que plasma ese Oviedo que, con el paso del tiempo, fue creciendo y buscando amplitud.
Últimos años de los setenta y primeros años de la década de los ochenta: el cine, los cines ‘Clarín’. Década de los noventa, paseos, compras, también cine.
Primeros años ochenta. Una noche al salir del cine, noche de lunes, cuando había descuento en las entradas. La calle, como en la canción de Víctor Jara, mojada. Llovía en Vetusta. Ninguna cafetería abierta por aquellos lares. El pitillo de después de la peli, resguardados de la lluvia bajo la entrada del local. Un frío que helaba los pies y que entumecía las manos. Unas nubes más negras que grises que se movían despacio, que no estaban dispuestas a marcharse a otra parte con sus aguaceros. Algún que otro coche que pasaba a toda velocidad sin reparar en que podía salpicar a la gente a su paso. Una luna en menguante, como un puñal suspendido en el aire, que intentaba hacerse ver entre nubarrón y nubarrón. El aliento de algunas personas que expulsaban al hablar, se diría que acompañando a quienes fumábamos. Una película que nos había decepcionado, pues habíamos puesto grandes expectativas en ella a resultas de sesudas críticas que nos habían empujado a verla. Por fin, paró de llover. El viento, bastante desapacible, no sólo le dio un fuerte empellón a las nubes, sino que además castigaba nuestras caras, irremediablemente, al descubierto. Llegó el momento de echar a andar, cuando la ciudad dormía.
Una tarde antes de la hora taurina, a la hora del café, de la siesta o de la incorporación al turno laboral de la tarde. Una tarde de abril que parecía un día distinto al de la mañana, pues se pasó de las lluvias incesantes a un cielo primaveralmente luminoso. Aquello animó mucho a la gente a salir al exterior, a recibir sol y claridad, a mirar el cielo que había oído sus quejas ante una racha de días abrileños de viento y lluvia. Aquello tuvo lugar muy avanzada la década de los noventa, y las vacaciones de Semana Santa estaban a punto de llegar. Un café que nos sirvieron en una mesa pegada a la cristalera del establecimiento. Era como estar en una terraza, pero resguardados de todo cuanto climatológicamente pudiera acontecer. Un señor se detuvo en el exterior al otro lado de la cristalera de la cafetería. Abrió su maletín y desplegó un callejero. Se diría que habló con el papel que tenía ante sus ojos y reanudó la marcha muy decidido, a grandes pasos.
Una mañana de octubre a primera hora. Los comercios estaban abriendo. Alguien salió de un estudio fotográfico, embebido en la contemplación del revelado que había ido allí buscar. La cara se le iluminaba a medida que se abismaba en aquella mirada, fija y, a un tiempo, peripatética. Unos doscientos metros más abajo tiró aquello a la papelera.