Espoleada por la desafección hacia el “viejo” liderazgo, ha pasado casi inadvertida la renovación generacional de nuestra élite política nacional durante 2014,. Doce meses atrás el señor Rajoy (59 años) era el epígono de los líderes políticos, superado por los señores Rubalcaba (63) y Lara (62) así como la señora Díez (62). Y por el Rey, que con 77 años sobrepasaba de largo la edad común de la jubilación. Ahora es el decano: lideran el PSOE el señor Sánchez (42) y la señora Díaz (40) e IU el señor Garzón (¡29!). Entre las fuerzas emergentes –queda por saber cuánto- destacan el señor Rivera (35) y el personaje revelación, señor Iglesias, con 36. En la jefatura del Estado, don Felipe (46) remacha el relevo. Un relevo que alcanzó también, aunque de forma trágica, a algunas grandes empresas: la señora Botín (54) y el señor Jimeno (39) sustituyeron a predecesores octogenarios. El actual decanato del señor Rajoy sólo es aliviado por la vicepresidenta del Gobierno (43) y su círculo tecnocrático de poder, en torno a esa edad.
En abril de 2013 nos preguntábamos dónde estaba la generación del entonces Príncipe. Una generación, decíamos, en torno a la cuarentena holgada, extraordinariamente formada, siquiera por comparación con las anteriores. Pero oculta. Fíjense: casi la mitad de sus ocupados tiene formación superior. Un 62% trabaja como asalariado para el sector privado y otro 20% es empresario o profesional (el 35% de los empresarios españoles tienen entre 40 y 50 años). Es una generación cosmopolita, informada y en contacto con las redes sociales. Y que quizá por ello sea la más crítica y la más descontenta con su situación económica y profesional. Una generación –o su elite- que aunque silenciosa, es la más insatisfecha con el actual estado de cosas en España. Son además, los baby-boomers, la cohorte de población más numerosa. Casi cuatro millones de españoles (unos 80.000, asturianos) altamente formados e informados, pero descontentos. Sufridores de elevados impuestos, burocracias, incertidumbres laborales, corrupción y políticas públicas cicateras con la familia. Y que comprueban asombrados, además, que los políticos no son mejores que ellos. Son, además, dueños de lealtades ideológicas, pero no partidistas. Constituyen, en fin, una de las llaves menos visibles de las victorias o las derrotas electorales.
Queda por comprobar hacia donde se decanta ese voto de tan escasa lealtad partidaria. Una de las claves será si, más allá del Rey, los nuevos liderazgos empatizan con las inquietudes de esa generación. O, más bien, de esa elite generacional. Porque si repasamos sus currícula –no digamos el de los segundos niveles partidistas- advertimos una mayoría de “aparatchicks” supuestamente formados, pero incapaces de “lucir” esos títulos que tanto pregonan, cuya dedicación casi exclusiva ha sido el partido y/o el activismo social (tan solapados). Lucen más edad que calidad. Quizá Rivera, Santamaría e Iglesias escapen a ese perfil tan alejado del de las capas más dinámicas de la generación del Rey, lo que explicaría su relativamente elevada valoración. Algo que induce a pensar que la renovación de nuestras élites políticas sigue, en parte, pendiente. Porque la edad no lo es todo.