Al hilo de las transformaciones que nos ha traído la crisis, apuntábamos semanas atrás la metamorfosis de miles de empresas locales o regionales en exportadoras, incluso empleando trabajadores mundo adelante. Pero nos quedaba pendiente una transformación silenciosa, quizá complementaria, más solapada, pero quizá más trascendente que la exportadora. Hablamos de la puesta en valor de la enseñanza durante la Gran Recesión.
Los números son incontestables. Mientras la matrícula universitaria permanece estable entre los cursos 2007-2008 y 2013-2014, el número de matriculados en enseñanzas secundarias ha crecido en el mismo periodo un 12%, siendo el incremento más sorprendente el de la Formación Profesional: un 54%, subiendo de 510.000 a 790.000 alumnos. La consecuencia es que la tasa de escolarización a los 18 años ha pasado del 67% al 81%. Quizá estemos rompiendo con la criticadísima dualidad de la estructura formativa española –de tantas consecuencias- en forma de copa Pompadour: en la base un 35% de jóvenes sin estudios obligatorios terminados; en el cáliz, un 40% de universitarios, y en el talle el 25% restante, nadando entre las aguas de la intitulación y la universidad. Tampoco debe extrañar que el fracaso escolar –esto es, el porcentaje de jóvenes que no superan la educación obligatoria- haya pasado del 33% al 22%, aún muy elevado (once puntos superior al europeo) pero en cifras menos escandalosas de las habituales hasta 2007. Quizá por todo ello la rama de la enseñanza sea una de las pocas que ha mantenido, incluso aumentado, ocupación durante la crisis, alcanzando 1.180.000 trabajadores, según la última EPA. Tenemos, por fin, y por ahora, un país en el que hay más docentes que camareros o albañiles. En el envés está la precarización de su trabajo: academias, interinidades, etc.
Sin duda, hemos hecho de la necesidad, virtud. Han desaparecido los desincentivos a la formación que suponían los elevados salarios que se pagaban en determinados oficios de escasa cualificación en la España del ladrillo. Porque fueron esos empleos menos cualificados los que, mayoritariamente, sufrieron los embates de la Gran Recesión. En cambio, los de mayor cualificación prácticamente se han mantenido. Es más, la empleabilidad y los ingresos percibidos siguen siendo directamente proporcionales –y ahora más- al nivel de la formación atesorada. Por eso, muchos españoles han decidido formarse o reciclarse.
Pese a este nuevo clima, esperemos que duradero –las vacunas, aunque sean del calibre de la crisis pasada, no siempre son vitalicias- surgen también matices algo más sombríos: de un lado, la mediocridad de la enseñanza en España, que podría convertir tanta titulación en algo lindante con el fraude. De otro, los efectos de ese aumento de matrícula en un contexto de carestía presupuestaria. Porque si bien el gasto por alumno en España estaba claramente por encima de la media europea, las tendencias de presupuesto y matrícula de los últimos años apuntarían a la dilución esa ventaja. No parece que los problemas de la enseñanza en España sean presupuestarios, pero es un indicador a monitorizar. Y queda, finalmente, el reto de emplear a los nuevos egresados, evitando que la formación no constituya antesala de la frustración.