Días atrás el señor Rivera y el profesor Garicano recurrían al mantra del urbanismo para explicar la ola de corrupción que nos invade -¿o que nos invadió?- situando su arranque en el año 2000, tras años de democracia ejemplar, confundiendo quizá sus orígenes, causas y modus operandi.
Las causas de la corrupción en España apuntan, además de al enriquecimiento personal -no entre las élites políticas, excepciones notorias tipo Roldán, Matas, clan Pujol o Villa aparte- a las ingentes necesidades de financiación de unos partidos –y sindicatos- que han asumido un rol institucional y funciones latentes que desbordan su base social real. O, por ser claros, a su militancia de cuota y la financiación por representación: el PP declara en 2013, año sin elecciones, ingresos por 77 millones, pero sólo 14 por cuotas y donativos. El PSOE, 64 y 24, respectivamente. Recordemos: el primer caso de corrupción de nuestra democracia fue, en 1979, el de las contratas de basuras de Madrid. Eran otros tiempos y el concejal que lo denunció fue expulsado del partido. Visto en perspectiva, fue la madre de todas las corrupciones. El penúltimo quizá sea, más allá de tardías explicaciones, el “caso Monedero”, cuyas operaciones societarias apuntarían a la financiación del universo Podemos. Entre medias, por los 90 aparecen “ni Flick ni flock”, Filesa, el archivado “caso Naseiro”… Ya en la década siguiente, Gürtel-Bárcenas, Palau, ERES,… La ley, en cierto modo, amparaba estas prácticas: financiarse irregularmente no era delito, quizá –por más que ahora suene extraño- para facilitar la eclosión y consolidación de partidos estables donde no los había.
Pero ninguno de los casos citados tiene relación con el urbanismo. Sí, por el contrario, con la capacidad de las administraciones y/o partidos para manipular adjudicaciones públicas o crear redes clientelares. O, lo que es lo mismo, con la falta de mecanismos efectivos de control y supervisión. Frecuentemente con la complicidad de los propios adjudicatarios: “ya me tocará a mí”. Por supuesto, el urbanismo está ahí: Marbella, Púnica, Palma y docenas, si no cientos, de alcaldes, concejales y funcionarios municipales imputados. Corrupción municipal y espesa. Aparentemente, sin vinculación con la financiación partidista. Claro que los rumores sobre supuestos “receptores de pagos”, alcaldes enriquecidos o comisiones “del partido” son pertinaces desde hace lustros. También en Asturias.
Si se quiere atajar la “alta corrupción” habrá que ir las causas, sin errores de diagnóstico. Más allá de los fallos de control, de la no tipificación hasta ahora de la financiación ilegal como delito o de la inevitabilidad de políticos y funcionarios corruptibles, lo que va de las basuras matritenses a, quizá, el “caso Monedero”, apuntaría a debilidades básicas de nuestros partidos políticos y sindicatos, especialmente en relación con su rol social e institucional. Queda por ver si las innovaciones democráticas 2.0 pueden aliviarlas, que no está claro.
No se conoce democracia sin partidos. Son imprescindibles. Pero no lo es su actual hipertrofia. Su adelgazamiento, que no implica necesariamente adelgazar a los viejos partidos para engordar a los nuevos, sea un objetivo deseable. Pero, por favor, no nos equivoquemos culpando de todo al urbanismo.