Me sorprende que, tras las recientes elecciones parlamentarias alemanas, casi todos los comentaristas admiraran la estabilidad alemana, la solidez de su economía y sus instituciones. Quizá, y paradójicamente, esa solidez descanse, parcialmente, y más allá de una historia turbulenta, sobre la capacidad germana para el continuo perfeccionamiento de su arquitectura institucional y de su estado social, encarando los problemas y, desde luego, buscándoles, con mejor o peor fortuna, solución. Es cierto que, lejos de una Arcadia, Alemania padece males numerosos, algunos compartidos con España: una demografía sin pulso, la debilidad de su sistema financiero, salarios a la baja o un desempleo superior a ese idílico 5% oficial. O la pérdida, junto a Europa, de influencia mundial. Y de cuota exportadora global, superada ya por China y los EEUU.
Pero si ahora nuestro mayor problema es, probablemente, el rapidísimo endeudamiento del sector público, -¿cómo consecuencia, siquiera en parte, de un entramado institucional irracional?- Alemania cuadra sus cuentas con holgura. Quizá no sea del todo ajeno a ello el que, desde los años 60, hayan sido capaces de reducir sus municipios: de 25.000 a 8.000. En España andamos por los 8.800 para la mitad de población. O la definición de las competencias de su sistema federal, delimitando las estatales y federales, impidiendo el bloqueo de su senado (problema que, evidentemente, en España no sufrimos). O que, en una segunda fase, perfeccionaran su financiación, no muy diferente a la nuestra, con cinco regiones ricas que aportan recursos a las once restantes. Pretenden abordar, también, la reducción de los Länder, considerando que 16 son excesivos. En realidad, estados como Baden-Würtemberg son ya resultado de fusiones previas. Y, recordemos: nos doblan en población. Tanta reforma les ha exigido modificar 40 artículos de su Constitución, que se suman a otras 50 desde 1949.
Pero hay más: hace años mi vecina, residente en Alemania, contaba que allí ¡cobraban por acudir al médico! Anatema. En realidad, era una medida más de la llamada Agenda 2010, que reformó profundamente la legislación social, desde las pensiones –retrasando la jubilación y consolidando un sistema público-privado- a las relaciones laborales, pasando por la formación. Por más que no todos los expertos estén de acuerdo sobre sus efectos, ni acerca de su bondad, sí parece haber contribuido a estabilizar el gasto público. Y a reducir el desempleo a la mitad. El envés, según Eurostat, es una sociedad polarizada: 22% de trabajadores pobres (14% en España). Y por supuesto, también mejoraron su ley electoral.
Aparece un constante fluir reformador, flexible, pragmático, ajustado a circunstancias cambiantes. Y, clave, un fluir consensuado, aunque no necesariamente fácil –también en las relaciones laborales- transparente, garantizado por los recursos al Constitucional, aunque ralenticen esos cambios. Mientras, en España, permanecemos inmóviles hasta que los problemas se acumulan y nos empitonan. Improvisamos entonces soluciones apresurados, sin acuerdos profundos, con recursos que tardan años en resolverse. Ahora que vivimos y viviremos tiempos de cambio, además de inspirarnos en lo mejor de las reformas germanas ¿no cabría aprender algo de ese constante fluir reformista?