Esta madrugada recibí un mensaje de Emilio. “Fermín ha muerto”. Fermín, como Emilio, fue uno de los impulsores de ese grupo candasín que se da en llamar “Los Palmeros del Espigón”, donde tiene cabida todo –o toda- aquel que guste de nadar, cuidar de la playa y compartir conversación en la escollera de la Palmera, en Candás. Realmente, no le conocía, más allá de la cortesía del “hola”, “adiós” o del ofrecimiento de toalla o bañador seco tras un improvisado baño de mar abrileño, de esos que mi mujer me soporta pacientemente y llama baños “porcos”: me baño porco…jones. Decía que no le conocía. Pero sin embargo, y sin que quizá él lo supiera, fue siempre un estímulo para mí. Verle nadar con aquel vigor a pesar de sumar algunos años, costeando desde Candás a Xivares cuando la mar lo permitía, o largo de escollera tras largo de escollera cuando no, suponía un ejemplo de superación a seguir. Luego, cuando él ya estaba enfermo y no podía nadar, supe que había sido ejemplo para otros muchos. Que les había animado a nadar, a practicar deporte. Que había sido esencial para crear ese grupo de Palmeros. Y que era una excelente persona. Todavía esta primavera denunciaba en la prensa, con Emilio, el mal estado de la playa. A veces, cuando ya es demasiado tarde, uno lamenta no haber conocido mejor a tanta gente buena. Gente capaz de crear comunidad, de dar carácter a una villa como Candás, que abunda en gente singular. Por lo que me contaban, la de Fermín era, desde hace meses, una muerte anunciada. Pero hoy se fue para siempre. En una noche de temporal, de mar brava, como enfurecida por su ausencia; tan distinta a esa que, cuando llegaba el buen tiempo, surcaba brazada a brazada. En la plenitud de la vida, dejando una hija aún joven. Y, dejando, sobre todo, un excelente recuerdo en tantos y tantos. Un recuerdo que perdurará, verano tras verano, sobre esa mar candasa que tanto disfrutó.