Las elecciones parciales estadounidenses quizá hayan liquidado la era Obama. Y digo quizá porque el destino aún podría depararle un golpe de efecto exterior, similar al que, en circunstancias parecidas, tuvo otro carismático, Reagan, cuando se reunió con Gorbachov poniendo fin a la guerra fría, permitiéndole afirmar en su despedida que “vinimos a cambiar el país y hemos cambiado el mundo”. Ciertamente, el colapso soviético fue fruto, en parte, de las políticas diplomáticas y militares despegadas desde la Casa Blanca. Y las “reaganomics” habían sido mucho más efectivas entonces que las “obamanomics” ahora, cuando todo sugiere que sus principales beneficiarios son los tenedores de acciones, la minoría negra y el sector petrolero. Por otra parte, la política exterior de Reagan había sido mucho más coherente que la de Obama, titubeante frente al islamismo radical –pese a la “eliminación” de Bin Laden- y proclive, como señala el profesor Portero, a inexplicables cambios de alianzas –Siria, Irán- si no es como consecuencia de la debilidad estadounidense. Sus mayores éxitos son quizá el “Obamacare”, muy discutido tanto por motivos ideológicos como prácticos y la creciente independencia energética del país gracias al “fracking”, algo heredado de Bush Jr.
Pero… ¿qué ocurre para que un tipo tan brillante como Hussein Barak Obama, de poderosa oratoria e innegable atractivo, haya fracasado hasta el punto de dar a los republicanos su mayoría más amplia en el Senado desde 1946? O más bien ¿por qué casi ningún líder político mundial es capaz de triunfar? La aprobación de Obama es hoy, según Gallup, del 42%. Pero es que la de los principales líderes europeos –Cameron, Rajoy, no digamos Hollande- anda en torno al 25%, mientras caen en picado la de Renzi y la de un Valls que incluso se plantea renombrar al partido, abandonado lo de socialista. Sólo se escapa de la quema Frau Merkel, con un asombroso 75% de apoyo pese a la austeridad, los “minijobs” y un clima económico negativo. Pero esa es historia aparte.
En España, el último CIS revela una inquietante desesperanza sobre la la situación económica –aunque levemente declinante, quizá por los buenos datos de los últimos trimestres- que se añade a un creciente malestar con una supuesta inoperancia política que lleva a muchos a pensar que la ciudadanía “puede” hacerlo mejor. Quizá subyace la sospecha de que el futuro no va a ser mejor que el pasado, sino peor. En España y fuera de España. Y no sólo por problemas compartidos como las crecientes desigualdades sociales, la escasez de trabajo o la corrupción, sino por amenazas apocalípticas -ISIS, ébola, cambio climático- azuzadas por las redes sociales, y que nadie sabe resolver. Refuerzan el desasosiego las crisis de identidad nacional –Francia, Reino Unido, incluso EEUU- o la general de las ideologías como instrumento de análisis y acción. Nos sentimos amenazados, vulnerables en un mundo ininteligible, incontrolable.
Quizá la chusca anécdota del payaso malo gijonés represente mejor que nada esa sensación de vulnerabilidad. Bastó con colgar en Instagram unas buenas fotos, muy sugerentes, con mensajes interpretables en clave intimidante para desatar la psicosis colectiva durante días. Y no sólo en Gijón. Pasó también en Francia o en Estados Unidos. Hasta ahí llega la sensación de amenaza y vulnerabilidad en un mundo que no controlamos.