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Remartini - El vermú eterno

Panteta

Ayer hice pan, una barra.

Era la primera vez, y tenía que hacerlo. Lo supe. Como cuando sabes que ha llegado la hora de cambiar de trabajo, de leerte El Quijote o de hacer el amor en otra habitación. Lo sabes y punto.

Por supuesto, para la receta acudí al Antiguo Testamento, esto es, al primer libro que escribió Jamie, a La cocina de Jamie Oliver. Si ese libro recomendara una forma de atarse los cordones, mis cordones se anudarían así siempre.

El resultado descansa ahora en mi cocina. Tiene un sabor realmente bueno, perfectamente ajustado de sal y con un tostado rústico atractivo. La ves y dices: Coño, qué barra más maja y apetitosa. Sí señor. Sería una gran barra si no necesitaras las dos manos para levantarla.

Porque a lo largo del proceso cometí uno o quizá dos o media docenilla de pequeños errores.

 

 

Antes de comenzar, despejé la encimera. Pero no del todo, como más tarde pude comprobar (con dolor). Y lo mismo me sucedió al preparar los ingredientes que iba a utilizar.

Pesé las harinas, mitad blanca y mitad fuerte, y les añadí la sal. Luego pesé la levadura, y la mezclé con el azúcar y la mitad del agua necesaria, después de calcularla.

Entonces hice una montaña con las harinas juntas y escarbé en el centro un agujero, donde debía volcar el agua de levadura, y mezclar, removiendo despacio.

Nada más volcar el agua en el agujero, salió disparada por debajo de la harina, filtrándose en todas las direcciones imaginables, como si hubiera un circuito subterráneo. Ay, ay madre. De inmediato intenté recogerla, moviendo (hundiendo) deprisa la montaña, en una rápida reacción, propia de un jugador de ping-pong con reflejos orientales.

 

 

Una parte indeterminada del agua acabó en el suelo; otra, en mi pantalón, con el que traté de frenarla cuando la vi precipitándose fuera de la encimera (¿para qué hice eso, qué pensaba conseguir? ¿escurrir luego el pantalón…?) Por su parte, la harina de la montaña, al ser golpeada con excesiva fuerza, barnizó la tostadora (que no había retirado de la encimera) y la caja grande de las especias (tampoco), además de media vitrocerámica. Y mi cara.

Respiré, intenté calmarme.

 

 

Hice lo que pude por reagrupar aquel desaguisado en algo parecido a una colina. Porque todavía tenía que echar el resto del agua, siguiendo el mismo proceso de esculpir un volcán y rellenarlo.

Con el resto del agua sucedió, más o menos, lo mismo. Creo que tengo una incapacidad congénita para hacer agujeros. He de preguntarle a mis padres cómo me comportaba en la playa de pequeño, si solo me dejaban el rastrillo, y me quitaban la pala para que no me ahogara o me enterrara vivo.

 

 

Después del segundo Vesubio, me encontré con una masa a medio formar y un montón de restos pompeyanos por todas partes, que fui recogiendo con las manos. Pero mis manos estaban a su vez escayoladas de masa, y de la que cogía, plantaba caca. Fueron minutos en los que rocé la desesperación, y en los que el tarro de los artilugios metálicos, el de las cucharas de madera y el soporte de los cuchillos buenos recibieron, completamente gratis, nuevos adornos artesanos en forma de irregulares bolicas, churretones y escupitajos, pegados por toda, toda y toda su superficie.

Casi llorando, pedí ayuda a gritos. Desde otra habitación de la casa, alguien vino en mi auxilio.

Al entrar, ese alguien gritó.

¿Pero qué coño has hecho? ¡La que has liao!, ¡surnormal!, ¡etcétera!

 

 

Recibí varios golpes, de los que no pude defenderme por tener las manos emplastadas en la masa, a la que, más que procesar, sujetaba con miedo, porque a esas alturas ya le atribuía vida. ¿Qué clase de demonio inventó la harina? ¿Cómo puede ser más inestable que un electrón? ¿Cómo puede descubrir y adosarse a rincones de tu cocina que ni siquiera tú sabías que existían?

El socorrista me despejó del todo la encimera, limpió los tarros y la tostadora y los cuchillos, sin dejar de insultarme en ningún momento. Cabizbajo, decidí al menos acabar lo que tan desastrosamente había empezado.

 

 

Y ahí descubrí el verdadero placer. Porque amasar pan divierte que no veas, es mucho más agradable en las manos que la masa para la pasta doméstica (para los espaguetis), porque la del pan, con esa humedad del agua, te deja un tacto más terso y fresco, como de tetilla de moza al salir de la piscina.

Así se lo transmití al socorrista (en realidad, una socorrista), a fin de recomponer de paso su trastocado humor.

Al escuchar la analogía, me dio tal colleja que se me clavó la nariz en la masa.

¿Cómo puedes ser tan cerdo?, etcétera.

No sé, es una metáfora. Yo no le veo tanto escándalo.

(Aunque igual tampoco se puede poner tetilla en un blog).

 

 

(Pero si lo piensas, así adquiere más sentido la expresión pasárselo teta).

 

 

En fin.

Continuando con mi relato, cuando la masa ya estaba terminada, y como último e inolvidable remate a una actuación delirante, abrí un armario superior para coger un plato grande donde dejar reposar la masa del pan. De nuevo olvidé que mis manos eran manoplas de harina y agua, y de nuevo manché de un modo inexplicable. En este caso, toda la maldita pila de platos. Y por el canto, de tal forma que el cemento blanco se introdujo poco, pero en todos y cada uno de ellos.

No debería confesarlo, pero al descubrirlo me golpeé a mí mismo con odio.

 

 

Igual fue ese golpe el que me hizo olvidar luego, cuando la masa reposó, levó y duplicó de volumen, que con semejante tamaño podía hacer dos, si no tres barras. O quizá fuera que le había cogido cariño e, inconscientemente, ni me planteara maltratar más a mi criatura.

O quizá estaba agotado de tanta destrucción.

El caso es que solo puse una barra en el horno. Y ahora, si la coges, te piensas que es un adorno de loza. Pesa la de dios, y para cortarla necesitas un hacha. Pero está muy rica, está buenísima.

Está tetica.

 

 

 

 


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