Dentro de un tiempo hablaremos de lo que se está perpetrando por el Parlamento asturiano en forma de nuevo Estatuto. De momento, digamos que lo podemos ir llamando de «chapa y pintura» porque es como si a tu coche viejo lo pintas y vas diciendo por ahí que es nuevo. Pero, en fin, repito, tiempo habrá de hablar de ello cuando finalice el verano. No obstante, he de decir que me ha dejado tieso cómo se ha afrontado el tema de la lengua asturiana nombrándola «patrimonio lingüístico», es decir, casi como si fuese un monumento del prerrománico a conservar. Miren ustedes. Yo entiendo que una lengua es algo vivo, o sea, no creo que se pueda conservar en formol sino que, bien al contrario, hay que usarla para que se mantenga. En este sentido, nombrar en el Estatuto al asturiano «patrimonio» equivale a no decir gran cosa (más bien nada, entiendo) puesto que, si nuestra nueva norma no le otorga el grado de cooficialidad, por lo menos debería de fomentar su uso o enseñanza y así reconocerlo. Pero, claro, toparía con los prejuicios y manías de siempre (imposición, separatismo, blablablá). Por eso, como suele pasar con toda la política asturiana, los dos principales partidos se han salido por la tangente y han inventado ese difuso concepto que, al ser etéreo, tampoco levanta ampollas.
Fíjense si será contradictorio la nueva categoría que cabría preguntarse: si el asturiano es un patrimonio, ¿por qué no usarlo? Si la bandera o el himno también lo son, ¿por qué éstos salen a relucir en cualquier acto oficial y la llingua no? Créanme cuando les digo que la única manera de que el asturiano siga vivo no es considerándolo como algo inmóvil y granítico como la catedral de Oviedo, sino dando a su uso un tono de absoluta normalidad. Y por ahí deberían de empezar nuestros políticos: por usarlo.