Siempre consideré que sería un error legalizar la prostitución. Bajo el falso argumento de que «cada uno hace lo que quiere con su cuerpo», se encuentra una visión utópica de la misma en base a personas que la ejercen por gusto. Nada más lejos de la realidad. Detrás de la prostitución sólo existe marginación, necesidad y explotación a favor de grupos organizados de tráfico humano. Sería, a mi modo de ver, como si la mendicidad fuese aceptada ante la sociedad como un estado natural del ser humano y se tendiese a su regulación. Nadie, digo yo, aceptaría el ser pobre como un trabajo. Más bien, pienso, tendería a escapar de esa condición. Así, fíjense, hasta una sociedad como la holandesa que implantó su legalización, ha tendido a revisar sus planteamientos. El famoso «barrio rojo» de Ámsterdam sigue siendo un ejemplo de explotación sexual, pese a que es legal.

Todo esto viene a cuento por la presentación de un borrador por parte de la ministra de Igualdad, Bibiana Aído, que contempla una serie de medidas para frenarla. El mismo protege y da cobertura económica a prostitutas que pretendan abandonar la actividad denunciando a sus proxenetas. Ciertamente, el plan es positivo puesto que intenta desmantelar las bandas organizadas en torno a la prostitución, ahora bien, para algunos debería abordarse de frente su legalización. No obstante, y a modo de comentario, pregunto, ¿puede un ministerio que tiene un presupuesto de 43 millones de euros ofrecer algún tipo de contraprestación económica?