Reconozco que me gusta la obra de Miquel Barceló. De hecho, tengo varios libros ilustrados por él. Siempre me ha parecido de lo mejor de nuestro arte contemporáneo, por otra parte, como saben, muy discutido. Lo veo ahí ufano, lanzando chorros de pintura al techo de una sala, y me causa curiosidad. Ya lo creo que me gustaría ver el resultado final de su obra. Es más, me encantaría poder escudriñar entre los más de 1.400 metros cuadrados copados por 30.000 kilos de pintura. Sin embargo, esta obra suya nace con polémica. Ha costado la friolera de 20 millones de euros y, eso, sin duda, ha generado opiniones de todo tipo. Así, el encargo del Ministerio de Exteriores fue financiado con Fondos de Ayuda al Desarrollo, lo cual, ciertamente, ha llevado a la oposición a preguntarse cosas como: ¿cuántas vacunas dejarán de darse en el Tercer Mundo por pagar la cúpula de Barceló?

Yo tengo que decir al respecto dos cosas. Primera, entiendo que una inversión cultural de este tipo debe revertir en la comunidad. Es decir, que debería situarse la misma en una ciudad española y no en una sala de la ONU en Ginebra. Yo no veo, por ejemplo, al Gobierno vasco pagando un Guggenheim para situarlo en Estocolmo. Sería absurdo, digo yo. Si vamos a gastarnos 8 millones de euros -cantidad que aporta el Gobierno- por lo menos que sirva para dinamizar un determinado entorno (como pasó con Bilbao, por otra parte). Y segunda, parece que el Gobierno se conforma, como signo de su aportación crematística, con que el lugar donde se ubica se llame «Sala de los Derechos Humanos y la Alianza de Civilizaciones». Un poco pobre, ¿no?