Mal acaba, sin duda. El afán del juez Garzón por buscar responsabilidades penales durante la dictadura se ha dado de bruces con la realidad. Bueno, más bien, con la propia Audiencia Nacional que lo había desautorizado. Casi cinco minutos antes de que la Sala de lo Penal lo declarase incompetente para investigar el franquismo, el magistrado se inhibe por considerar extinguida la responsabilidad al haber fallecido los responsables. Cosa, por otra parte, que como excusa es un poco fatua, puesto que, a la postre, todo el mundo lo sabíamos ya de sobra. Por tanto, el proceso de exhumación de restos vuelve a los juzgados locales, de donde, sin duda, nunca debió salir. Garzón deja, pues, a víctimas y verdugos cabreados. A unos porque les abrió unas expectativas completamente falsas ahora frustradas y a otros, porque, en su hipotético proceso, nunca se hubieran podido defender. Peor no se puede hacer.
Pero, para que vean cuántas ampollas levantan estos procesos, observen lo que le está pasando al presidente del Congreso, José Bono. Éste aceptó poner una placa a una santa, la Madre Maravillas, perseguida durante la Guerra Civil. La iniciativa le ha sentado como un tiro a su propio grupo que, en una tensa reunión, decidió rechazarla por considerar que estaba fuera de lugar. Es más, al «hermano Bono» -tal y como le calificaron desde sus propias filas- le llovieron las recriminaciones y reproches por no defender la aconfesionalidad de las instituciones del Estado. Comentó: «Los de los propios partidos son unos hijos de puta». ¡Caray!