Una vez -de forma amable, eso sí- me recriminaron por algo que había escrito. Iba sobre el tema de las prejubilaciones. Como siempre las consideré «pan para hoy y hambre para mañana», me he opuesto a ellas. Y, creo, modestamente, que el tiempo, en la experiencia asturiana por lo menos, me ha dado la razón. El caso es que cuando entré en una oficina bancaria todos los empleados (incluido el director) me dijeron que si tenía algo en contra de las mismas. Les dije que sí, que mi argumentación era clara: las prejubilaciones permiten que no se sufran conflictos sociales (huelgas, manifestaciones, etcétera), pero que los puestos de trabajo siempre acaban amortizándose, o sea, perdiéndose irremisiblemente. Es decir, dan solución a una generación (la prejubilada), pero en ningún caso a las posteriores (los hijos de los prejubilados). Y de eso, repito, de «leyendas urbanas» y gente que se va a casa con apenas 50 años, sabemos bastante en Asturias.

El Gobierno pretende sacar a los prejubilados (que se avecinan bastantes, por cierto) de las listas del paro. Pienso, por otra parte, que es el criterio acertado. Un prejubilado no cumple los requisitos técnicos necesarios para formar parte del desempleo, es decir, no se va a incorporar al mercado de trabajo en un periodo breve de tiempo ante una oferta. Y la razón está clara: cobra exactamente igual estando en casa. Por tanto, tenerlos en las listas de paro sería erróneo, pero también lo es, no lo olviden, permitir que las empresas se acojan a este sistema como forma de despido dulce.