No soy una persona que viva en el pasado. Es decir, que considere que mi generación fue mejor que las actuales en ningún sentido. No les reprocho, pues, que abusen de Google, puesto que, al fin y al cabo, si yo hubiese podido en su día utilizarlo… Es más, considero a la gente joven como un auténtico soplo de aire fresco. Y eso se debe, quizá, a que por mi trabajo, o porque vivo en un paraíso natural bastante envejecido; siempre estoy tratando con generaciones muy anteriores. Pero el caso es que hay cosas que no entiendo. Que incluso para mí -todavía cercano en edad, creo- ciertas actitudes resultan incomprensibles.

El otro día, el ex ministro Josep Piqué, tuvo que aguantar de todo en un acto de su empresa en La Complutense. Un grupo de individuos con monos naranja y bolsas de basura en la cabeza, tomaron la sala de conferencias al sobado grito de «fascista, fascista». Casi tienen que suspender la charla y, para mí sorpresa, los responsables de la universidad, en vez de pedir a la seguridad que interviniese; se dedicaron a echar periodistas para no darles protagonismo. Pero es que en febrero, Rosa Díez, tuvo que salir escoltada de la misma universidad ante un grupo de radicales que se dedicaron a reventar su conferencia. El mismísimo Santiago Carrillo, hombre octogenario, tuvo que soportar a esta turbamulta cuando iba a ser investido doctor honoris causa por la Universidad Autónoma. En fin, resumiendo: a este paso no me extrañaría que ningún político más pisase una universidad. Total, para ser vapuleado e insultado dirán que no merece la pena. Si esto es lo que pueden ofrecer los jóvenes universitarios -o, por lo menos, un grupo de ellos- a la sociedad, mal vamos.