En noviembre de 1989 yo era un estudiante que hacía poco había llegado a la «Bundesrepublik Deutschland». Gracias a una beca de postgrado tuve la oportunidad de establecerme allí y, por supuesto, conocer el país. En estas estaba, o sea, acostumbrándome a que ya fuese de noche a las tres de la tarde, cuando un compañero me propuso ir con él a Berlín. Le dije que no porque el fin era meramente lúdico y, ciertamente, cometí el mayor error de mi vida. Nunca me arrepentiré lo bastante del día en que pude ver la caída del Muro en directo, pero lo rechacé. Al poco tiempo, comenzaron a llegar los cambios en la sociedad. Delegaciones de alemanes de la RDA aparecían por todos los lados con la curiosidad sana de quien, después de veintiocho años, sale a conocer el exterior. En la universidad los estudiantes del Este eran recibidos con una mezcla de expectación y alegría, algo así como cuando llega un hermano que hace mucho que no ves. Venían con ropas de los años 60 y en los famosos «Trabant»: coches muy contaminantes que por dentro eran como una motocicleta. Un domingo fui al fútbol para ver al Bayern Munich y por los altavoces anunciaron la llegada de una peña de la ya extinta RDA. Se llevó la ovación de la tarde. Todo era felicidad para los alemanes en aquellas navidades del 89 y el comunismo comenzaba a ser un mal sueño.