Vaya por delante que no me gustan los toros. Nunca fui a una corrida ni, la verdad, creo que vaya a ninguna en el futuro. Quizás, digo yo, a ello contribuya imágenes tan desalentadoras como la del eccehomo que aquí pueden observar. No obstante, he decir que seguí el debate sobre su prohibición en Cataluña con interés. Más que nada porque no me pareció limpio, esto es, no sólo se habló del maltrato al animal. Había en toda la trama una cierta inquina para erradicar algo que se consideraba foráneo. Y me explico. El Parlament aceptó tramitar una Iniciativa Legislativa Popular -llevar al parlamento un tema mediante la recogida de firmas- cuando es algo que se da muy raramente en nuestra democracia. A nivel español, corríjanme si no es así, nunca. Vean si no el caso de la niña asesinada Mari Luz Cortés. Pese a que su familia recogió infinitas firmas (2.300.000 frente a 180.000 en el caso catalán) para endurecer las penas contra los pederastas, su iniciativa nunca prosperó. Pero, además, observen lo siguiente. Los antitaurinos sibilinamente no se oponen a que ciertas tradiciones catalanas con el toro se mantengan. Así, no les importa los famosos «toros embolados», sí, ésos donde llevan bolas de fuego en los cuernos. Y es que, pregunto, pese a que no se mata al animal, ¿acaso no sufre?