A mí el anuncio de que el Senado pueda ser una cámara donde existan distintas lenguas oficiales, la verdad, no me escandalizó mucho. Cierto es que parece un insulto a lo práctico el que, si todos los senadores saben castellano, no lo utilicen. También que llevará consigo una serie de gastos importantes, puesto que, al fin y al cabo, se necesitará un ejército de traductores para desentrañar las sesiones en los cinco nuevos idiomas que se prevén. Ahora bien, lo que sí me resulta más incomprensible es que dé prioridad a esto y no a una verdadera reforma institucional. El Senado, querámoslo o no, es el pariente pobre de la democracia española. Algo que está ahí pero que, en definitiva, no tiene mucha función. Cientos de veces se ha dicho que es necesario un cambio sin que nadie –Zapatero en su primera legislatura dijo que era una prioridad- lo haya acometido. Actualmente ser senador es un retiro dorado sólo superado cuando se consigue un acta de europarlamentario y, en cierta manera, un premio que dan los partidos a quienes se van de la primera línea. Más valdría, entiendo yo, cambiar otros aspectos como que los senadores representasen de verdad a la circunscripción por la que son elegidos. O sea, que un señor de Murcia no aparezca incrustado como candidato al Senado por Cantabria donde nunca ha estado.