A este combinado de malas noticias económicas se le une una nueva: la inflación. Si hasta ahora estábamos lidiando con la crisis de la deuda, o el paro, o el escaso crecimiento económico que se espera para este año; la gota que colma el vaso es que la inflación se haya situado en el 3%. Esto, como es lógico, significa una pérdida adquisitiva muy importante para una clase media ya bastante castigada. Si a muchos ciudadanos ya le habían mermado o congelado sus ingresos por ley y a otros, simplemente, porque se han quedado en paro; el que su alquiler suba y todos los productos energéticos también es un varapalo considerable.
El motivo de este incremento de precios viene dado por el petróleo. Así, la inflación subyacente, o sea, la que elimina el componente energético, es de sólo el 0.6%. Una tasa, sin duda, mucho más ajustada a la realidad que estamos viviendo. En la calle, y comercialmente hablando, muy pocos se atreven a subir precios por miedo a perder ventas. Ahora bien, si se utiliza como materia prima el petróleo –como en el sector de los transportes- la cosa cambia. Por tanto, malas noticias para una economía débil que se ve amenazada por varios frentes. Mucho me temo que se está formando una tormenta perfecta de graves consecuencias.
Para que nos demos cuenta de la importancia de la inflación, observen lo que pasó en Túnez. Cuando hace años estuve, en pleno boom turístico, sus habitantes se quejaban de la corrupción policial, la falta de oportunidades para los jóvenes, etcétera; pero, en definitiva, tenían una economía saneada y con muchos inversores extranjeros. La revuelta que ahora asistimos tiene su origen –como en otros países árabes- por la subida de los precios en alimentos básicos. Si a eso se le une un joven que se inmola por culpa de la represión policial, en fin, ya tenemos combustible para una revolución social.