La Casa Real no sabe qué hacer con el duque de Palma. Por un lado defiende su honorabilidad y pide que no se le condene de antemano, pero por otro afirma que ha tenido una conducta «no ejemplar». Iñaki Urdagarin es a la vez familia política y un ciudadano ajeno a la realeza. Ahora, claro está, se le aparta y se subraya más lo segundo porque a la institución le interesa. Mientras que antes, cuando se quería dar imagen, primaba lo primero. Desde luego, a la Corona los negocios turbios del yerno le han llegado en el peor momento posible. La crisis ha puesto en cuestión cosas que creíamos consagradas. El sistema, los políticos y, cómo no, hasta el papel del Rey. Cuando el abogado de Urdagarin dice que está «indignado» con las informaciones publicadas, no sabemos muy bien a qué se refiere. La cuestión es fácil, ¿desvió o no  dinero a su bolsillo del Instituto Nóos? ¿Creó o no sociedades de evasión fiscal? ¿Estafó o no a instituciones públicas y privadas utilizando a la familia real? De momento, el señalado con el dedo no dice nada de esto. Quizá porque no puede.

En el juicio que se sigue contra Camps hay algo que me llama la atención: que se deje en manos de un tribunal popular. Ayer, en la vista previa, les llevó diez horas elegir a los 11 miembros del jurado. Todo esto con preguntas del tipo, «¿qué piensa del matrimonio homosexual?», o, «¿qué opina usted del aborto?». Cuestiones, lógicamente, que intentaban averiguar la procedencia ideológica del individuo. A mí me parece un error dejar en manos de personas corrientes un caso tan mediático y politizado. De hecho, algún miembro del jurado fue repudiado por ser militante de un partido. Creo que lo mejor hubiese sido un juez profesional. Ajeno, entiendo, a la fanfarria y espectáculo que este tipo de procedimientos generan.