El terrible asesinato de la presidenta de la Diputación de León, la popular Isabel Carrasco, ha abierto un debate. Y no me refiero a si los exabruptos que se expelen por internet deben ser perseguidos, sino a reflexionar sobre los comentarios de los ciudadanos por la calle. Muchos, en las primeras horas de la noticia, reaccionaban como si un crimen así fuese algo esperado. Como si el ambiente que se cierne en torno a la política (y los políticos) tuviera que acabar a la fuerza de manera tan brutal. El «algo habrá hecho» era –mientras se conocían los detalles del asesinato- la sentencia popular que parecía prevalecer. Miren ustedes, la política, en general, ha salido muy tocada de esta crisis. Es tal el desprestigio hacia ella –ojo, no digo que bien en ganado en muchas ocasiones- que casi se la desprecia. Unir las palabras político y corrupción parecen todo uno. A eso hay que sumarle otros calificativos (chupón, inútil, vago, etcétera) que están en boca de todos. Vamos, que no encontrarán a nadie que hable bien de la política. Sin embargo, el tirar por los suelos a quien nos representa en democracia nunca ha traído nada bueno. Simplemente, es el camino directo que utilizan las dictaduras para llegar al poder. Se basan siempre en que los políticos democráticos son incompetentes y corruptos, para vender soluciones populistas de efecto inmediato y casi milagroso. En la Alemania de 1933 el desprestigio hacia la República de Weimar era inmenso. Un grupo de fanáticos –el Partido Nazi de Adolf Hitler- fue creciendo precisamente con ese discurso: hay que acabar con los políticos. Sus actos, mítines y gestos tendían siempre hacia ello. Tanto, que aprovecharon el incendio del Reichstag (Parlamento alemán) para acabar con la democracia. A esto hay que unir que, en muchas ocasiones, se da por sentado el «todo vale». Cuando se pusieron de moda los famosos escraches –una forma sutil de coacción, en definitiva- el primer objetivo señalado, faltaría más, fueron los políticos. La vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, denunció uno delante de su casa y una sentencia lo validó. Vino a decir que era una forma de expresión y no se podía prohibir. A partir de ahí, la caza del político estaba abierta. Daba igual si estaba en su casa, paseando o comiendo en un restaurante; los insultos y coacciones debían de tomarlos como parte de su trabajo. Y no, en absoluto. La democracia necesita que los ciudadanos crean en su políticos. Que los critiquen, claro que sí, por su baja calidad o incompetencia; pero que no pongan en cuestión el sistema. A veces, tiene más eco un caso de corrupción que miles de políticos honrados que hacen bien su trabajo. Sin cobrar, en ayuntamientos pequeños y que para nada se merecen el bochorno ciudadano. De seguir así, supongo, pocos (o nadie) querrán dedicarse a una vocación (que no profesión) tan vieja que se pierde en el tiempo. Lo bueno de la política –el hacer cosas para los demás- parece haberse olvidado.