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Jose Manuel Balbuena

RETORCIDA REALIDAD

El «efecto Moncloa».

Una señora me para por la calle. «Oiga Balbona», dice, «así que Pedro Sánchez ya es presidente del Gobierno». Le explico que no. Que lo que vio con tanta fanfarria por televisión no deja de ser una sesión de investidura. Que Sánchez, como él mismo admitió, no tiene los votos suficientes para formar Ejecutivo. Que su discurso se basó prácticamente en un llamamiento hacia Podemos: trató de seducirlos de todas las formas posibles. Incluso hasta arrancó –de forma irónica, eso sí- un aplauso desde su bancada, pero en ningún caso el apoyo. Que más que probablemente, como en «La Cenicienta», la carroza se transformará en calabaza el viernes por la noche. Un vecino comenta conmigo la jornada política mientras subimos en el ascensor. «Bueno, pues ya parece que tenemos Gobierno». No quiero repetirle lo mismo. Le digo que sí, que Pedro Sánchez pareció un presidente de facto. Con un acuerdo firmado y dispuesto a formar Gobierno la semana que viene (Sánchez dixit). Que la otra parte del pacto, o sea, Ciudadanos, asintió su discurso durante buena parte del mismo. Que las formas fueron impecables, pero el fondo no tanto. Cerrar las puertas a cualquier tipo de pacto con el PP le limita bastante el margen de maniobra: su hipotético Gobierno será de izquierda o no será. Situar a los populares fuera de cualquier futura negociación hace que el único socio posible sea Podemos. En lograr que cambie de postura está su esperanza. Por lo visto durante la primera sesión de invetidura: misión imposible. Mientras toma el café y pasa las páginas del periódico, un señor hace comentarios en voz alta en el bar. «Mira a éste», asegura sobre Sánchez, «todos le minusvaloraban y vaya cómo le atacan cuando es presidente». Me callo. No quiero volver con la misma letanía. Acabo convencido de que el secretario general del PSOE ha conseguido lo que se proponía: dar imagen presidencial. El «efecto Moncloa» se ha logrado. Poco importa la contundencia del resto de los partidos en las réplicas. Sobre todo, la de Podemos. Pablo Iglesias elevó su histrionismo a la máxima potencia: besos, abrazos y cal repartidos por igual. Se cubrió de gloria el de Podemos. Mariano Rajoy -mucho más moderado, aunque igual de incisivo- lo llamó bluf. Un bluf capaz de subirse a una tribuna y defender un programa de gobierno. Un bluf que consiguió cerrar acuerdos y mejorar su imagen. Un bluf, digo, que ha crecido, no sólo dentro de su partido, sino también ante el electorado. Ya veremos al final quién es el verdadero bluf.

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Por JOSE MANUEL BALBUENA

Sobre el autor

Economista y empresario. Colaborador de EL COMERCIO desde hace ya muchos años. Vamos, un currante en toda regla


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