Electoralmente hablando el debate de ayer fue mercancía de segunda mano. Ya había una experiencia previa y eso se notó en exceso. Los comicios del 20 de diciembre del año pasado fueron los más debatidos de la democracia. A dos, tres, cuatro o cinco candidatos. En televisiones, radios, periódicos o internet. La única novedad que se nos presentaba ahora era la figura de Mariano Rajoy. Esta vez, sí, presente en el plató para que los rivales le echasen en cara su gestión. En este sentido, Rajoy fue el más contestado. Incluso llevando, como se pudo ver, los temas bastante bien preparados, se encontró ante un escenario esperado: la hostilidad del resto. Pedro Sánchez, por su parte, fue poco audaz. Alguien que tiene las encuestas tan en contra, debería haber arriesgado más si quiere recuperar parte del voto perdido. Ser más agresivo e intentar captar a los indecisos (si es que a estas alturas los hay, claro). Albert Rivera estuvo menos nervioso que en la anterior ocasión y mucho más didáctico. Le favoreció el formato elegido: estar agarrado a un atril y no con las manos haciendo un baile extraño. Algo que perjudicó a Pablo Iglesias, mucho más suelto cuando se encuentra como si estuviese dando clase en la universidad. Es más, Iglesias ni siquiera agarró su famoso bolígrafo y se mostró bastante moderado. Esto es, sabiendo que tiene viento de cola y evitando en todo momento cometer errores. En general, tampoco los ataques entre los candidatos fueron demasiado descarnados. Quizá algo más entre Podemos y Ciudadanos, como norma contra el PP y poca tensión, como ya hemos dicho, en el PSOE. A la postre, fue un debate soso. Hasta en ciertas partes aburrido, menos cuando se habló de corrupción. El de diciembre resultó, quizá también por ser la novedad, mucho más vivo y entretenido. En fin, yo no creo que en un debate se mueva grandes cantidades de voto. La justa, diría yo. No esperen de éste, visto lo visto, vuelcos ni cambios de tendencia espectaculares. Resultó de demasiada baja intensidad, casi hipotenso.