Voy a explicarles lo que yo llamo la cultura de la queja. Esto es, la tendencia que tenemos a protestar por todo. Sea el mal estado de una calle, unas obras en marcha o cualquier otra cosa de la vida cotidiana. En definitiva, que nos creemos poseedores de derechos inalienables, ahora bien, nos cuesta horrores aceptar cualquier tipo de obligación. Buena prueba ello son los 1.390 escritos que recibió el año pasado el servicio municipal de Relaciones Ciudadanas. Esa especie de paño de lágrimas donde vamos dejando nuestras opiniones, normalmente negativas. De los mismos, sólo 21son agradecimientos y felicitaciones. El resto se dividen entre las sugerencias (bienvenidas sean) y las críticas más feroces (se dispara contra lo más insospechado). A esta sociedad nuestra, insisto, le molesta casi todo. Desde las mascotas que están corriendo por los parques, pasando por los camiones de basura que hacen su trabajo diario o cualquier fiesta que se monte. Especial mención merecen las protestas que afectan a los ruidos. Vean si no.
La gente se queja por el sonido que hacen los vehículos que recogen los contenedores de vidrio. Seguro que si no se llevase a cabo esa recogida serían los primeros en denunciarlo. O las desbrozadoras que trabajan «a las ocho de la mañana». Por lo visto, una hora sagrada para seguir en la cama. También el de los autobuses de línea a su paso por determinadas calles. Nota: los mismos pondrían el grito en el cielo si no tuviesen el servicio delante de la puerta de su casa. Incluso por el tintineo que hacen las tapas de alcantarilla cuando los coches pasan por encima. En fin, algo que es consustancial a una vida urbana. ¿O es que queremos vivir como en el campo, pero con las comodidades de una ciudad? Aunque lo mejor viene cuando hablamos de fiestas. O sea, de cualquier tipo de evento al aire libre -normalmente conciertos y en verano- que son objeto de los dardos vecinales. En uno que se celebró el año pasado, un ciudadano explicó lo que parece ser un milagro. «Tras doce horas de “chunda chunda”», dice en su escrito, «mi perro, que es mudo, empezó a aullar». Ya ven, no hay por qué ir a Covadonga a pedirle nada a La Santina. En una cálida noche de verano gijonesa cualquiera, puede suceder un prodigio sin igual.
Incluso nos metemos con el trabajo de los demás. Es decir, estamos pendientes de lo que hacen o no los operarios municipales, para luego, cual chivatos, contárselo al Ayuntamiento. Es el caso de un escrito donde un vecino dice «un operario de Emulsa estaba realizando labores de limpieza de las calles con la manguera y a la vez haciendo sus necesidades en plena calle». Para luego añadir, «con una mano sujetando la manguera y con la otra, sus partes». ¡Fíjense qué descripción más detallada! ¡Qué maravilla de ciudadanía pendiente de lo más mínimo!
@balbuenajm