Soy de los que apoyan al asturiano con normalidad. Es decir, sin voces ni aspavientos. Para mí, forma tanta parte de la cultura asturiana como, no sé, una gaita o la bandera. Me tomo, pues, al que lo habla, escribe o practica de la misma manera que al que no: con respeto. Sin embargo, todo lo que toca a nuestra llingua, bien es cierto, produce un rechazo frontal en buena parte de nuestra población. Casi como si fuese un mal que es necesario extirpar de raíz. El otro día, a tenor del rechazo de la Facultad de Filología a dar el título de grado al asturiano, pudimos ver más episodios de esta polémica sinfín.
Verán, entiendo (aunque no comparto) que parte de la Facultad lo rechace, puesto que, en definitiva, mientras un idioma no sea oficial siempre estará en el limbo. Esto es, le faltarán todos los mecanismos legales para ser reconocido y, por tanto, tendrá tanta consideración académica como cualquier jerga que se pueda inventar de un día para otro. Ahora bien, dicho esto también repudio los actos en forma de amenazas, pintadas y hasta ocupación del despacho hacia el profesor que votó en contra del reconocimiento académico. Y lo hago, porque, en definitiva, le están dando la razón a los usan el argumento fácil de comparar al asturiano con los desmanes y tropelías que en otros lugares se producen. De hecho, de forma desafortunada, creo, lo primero que hizo el docente afectado fue acudir directamente al sobado tópico de ETA, “kaleborroca” y la falta de libertad cuando no es ni mucho menos lo que se da en el Principado. Por eso, porque no se puede dar munición a los que disparan en contra del asturiano, vuelvo a repetir, lo que deberían hacer sus defensores es no caer en ese juego ya que siempre van a salir perdiendo y, darle, digo, el tono de normalidad necesario para que sea aceptado por la sociedad.