Efectivamente, una de las consecuencias más funestas de la crisis es ésta: tenemos una tasa de desempleo superior al 11 por ciento. Y eso, claro está, produce mucho desasosiego. Poco a poco, como ven, nos vamos acercando a la mítica cifra de 3 millones que se produjo en el 93. Sin embargo, para mí, ahora hay un hecho circunstancial que pone las cosas aún peor: esta crisis es global. Me explico. No afecta única y exclusivamente a un sector, sino que toca a todos. Así, por ejemplo, podríamos pensar que todo el empleo destruido en el sector inmobiliario se reciclase hacia otro, pero, ¿a cuál? Piensen que desde el primario (la pesca o agricultura están muy condicionadas por la subida del petróleo), pasando por la industria (sensible al inestable entorno financiero y la confusión que genera), o al de servicios (profundamente afectado por el recorte del consumo); todos, absolutamente todos, están en la picota.
El otro día, para que vean un ejemplo, el responsable de un supermercado me comentaba que habían tenido un excelente mes de agosto. Y se debía básicamente a que la gente frecuentó poco los restaurantes durante su estancia de vacaciones, promoviendo, mucho más, las comidas caseras. Pues bien, podríamos pensar que al sector le debería ir bien dentro de la crisis. Sin embargo, al mismo tiempo, me advertía que durante el otoño piensan que el gasto medio de las familias en alimentación bajará. Nada de lujos, en definitiva. El problema para el Gobierno, pues, se plantea en dónde recolar a toda esa ingente cantidad de personas. A mí, sinceramente, se me encoge el alma sólo de pensarlo.