Hago la siguiente reflexión. Resulta que, como ha determinado casi todo el mundo, muchos de los males que hoy padecemos vienen de un modelo de crecimiento erróneo. Es decir, del que se basaba única y exclusivamente en el potente arrastre de la construcción. Hasta ahí todo parecía estar bastante claro y, para contrarrestar el excesivo calentamiento del sector, se habían tomado diversas medidas tendentes a estabilizar su desmesurado volumen. Desde fomentar el alquiler como medio de acceso a la vivienda, hasta, fíjense, plantearse la eliminación de las ventajas fiscales en su compra. Todo ello, en definitiva, con objeto de cambiar de modelo productivo en un plazo más o menos moderado. Sin embargo, ahora, el movimiento parece ser el contrario. Una vez vistos los efectos de su caída en picado, las administraciones vuelven a decir: «Compre, hombre, que nosotros le ayudamos de mil formas. Olvídese de alquilar, ya no es interesante».
Y eso es así por dos motivos. Primero, porque todas (estatales, autonómicas o locales) han comprobado la merma considerable de ingresos que significa tener al ladrillo en horas bajas. Y segundo, porque se les viene encima un tsunami en forma de desempleo que la construcción, recuperando un cierto tono en su actividad, contribuiría a mitigar de forma rápida. Observen si no como todos nuestros gobernantes se han apresurado a subir el módulo de la vivienda de protección para hacerla atractiva, o firman convenios con los bancos para facilitar su financiación, o, directamente, se erigen como compradores de pisos que no tienen venta. Por tanto, la conclusión sería más o menos la siguiente: si antes se criticaba al sector por sus excesos, ahora se le añora por necesidad.