Reconozco que no soy partido de la eutanasia. Eso sí, con matices. A mí me parece que siempre hay que defender la vida. Repito, con matices. Cuando veo al científico Stephen Hawking en una silla de ruedas y ayudado constantemente de un ordenador para poder expresarse, me pregunto, ¿no hubieran aprobado muchas personas el suicido asistido de una persona con esclerosis lateral amiotrófica? ¿No hubiera perdido también la humanidad una de sus mentes más brillantes de haberlo hecho? Sin embargo, tampoco apruebo el sufrimiento gratuito para el enfermo o sus familiares. Me parece inhumano. Veamos los dos casos.

Craig Evert, un estadounidense de 59 años, puso fin a su vida en una clínica suiza especialista en este tipo de cosas. Tras ingerir voluntariamente un cóctel de barbitúricos, acabó así con la enfermedad neuronal motora degenerativa que le tenía postrado en cama. Todo fue grabado por una televisión carnívora británica y emitido, cómo no, en horario de máxima audiencia. Cuando vi la secuencia, la verdad, se me atragantó el desayuno. Me pareció de una inmoralidad aplastante. El caso, claro, les recordará al del gallego Ramón Sampedro. Sinceramente, el hecho de grabar una muerte me parece sucio, repugnante; pero el de clínicas que se dediquen a facilitar estos medios con toda impunidad, también. Con este tipo de muerte, desde luego, no comulgo.

Eulana Englaro es una mujer de 37 años que lleva 17 en estado vegetativo por un accidente de tráfico. Su familia pidió que se la desconectara de los aparatos que la mantienen con vida, y así se lo reconoció una sentencia judicial. Ahora bien, una circular del ministerio de Sanidad italiano se lo impide. Dice que «no es legal, ni para centros públicos ni privados». Sinceramente, me parece que lo mejor para Eulana y su familia sería dejar de sufrir.