Primera. La manifestación sindical que tuvo lugar el sábado en Madrid fue una forma como otra cualquiera de pedir ayuda divina. En este caso, para salir de la crisis. Allí se habló de exigir soluciones a los «gobiernos» (ojo al plural), de un culpable como el «capitalismo liberal especulador», o de las «empresas del Ibex que ganan miles de millones de euros». En definitiva, nada de entrar en materia como pedir reformas –sí, al Gobierno de Zapatero claro está- para que el 19 por ciento del paro no se instale en nuestras vidas. Nada de criticar refritos de supuestos planes económicos como la Ley de Economía Sostenible. Y, por supuesto, nada de autocrítica de unos sindicatos que llevan escondidos desde que empezó la crisis. Es más, los únicos tirones de orejas que se produjeron hacia el Gobierno podríamos considerarlos amigos. Supuestamente, para los convocantes éste tiene que tener un corte más progresista. En fin, yo creo que es la única vez en nuestra historia económica que ante una crisis no se recortan gastos sociales. Al revés, se amplían y se da más cobertura que nunca a costa de aumentar el déficit del Estado. Si eso no es ser progresista, no sé, entonces, ¿qué es?
Y segunda. Si en un referéndum se deja votar a los jóvenes hasta 16 años y a los emigrantes para lograr una mayor participación, uno va a las mesas electorales y se encuentra con banderas (ver foto) de quienes convocan los comicios y llaman al «sí» por todas partes, la pregunta que hay que responder es tan recalcitrante como: «¿Quiere que la nación catalana se convierta en un Estado de derecho, independiente, democrático y social, integrado en la Unión Europea?» y su participación no llega ni a un tercio de un censo ya previamente hinchando; ¿debemos acaso tomárnoslo en serio? Yo creo que tampoco.