Un proceso revolucionario sigue casi siempre los mismos pasos. Nace, lógicamente, del descontento. En principio, los individuos aguantan estoicamente una mala situación hasta que, un suceso o acción determinada, es el desencadenante de la revolución. En muchos países puede ser la subida del pan, un nuevo impuesto o que se devela la corrupción. Posteriormente, toda la clase política se ve afectada. Es decir, el lema a seguir es que el sistema no vale y sus políticos unos “trincones” inútiles. Finalmente, se llega a la toma de la calle. Puede ser en algunos casos con edificios simbólicos como un parlamento, o, simplemente, concentraciones de ciudadanos en las plazas como sucedió en los países árabes.
Bien, digo todo esto porque es lo que me recuerda la deriva del movimiento 15-M. Todos los episodios anteriormente mencionados se han seguido al pie de la letra. Ayer, sin ir más lejos, hubo enfrentamientos con la policía a la puerta del ministerio del Interior. Por otra parte, epílogo de una semana donde se lleva –el Congreso ya se intentó antes- tomar la plaza de Sol. El ver a ciudadanos deambulando por las calles con la esperanza de invadirlas, es digno de cualquier proceso revolucionario. Vale, puede que el movimiento no tenga la dimensión de las masas que tumbaron los regímenes comunistas, pero, al final uno acaba preguntándose, ¿es lo que pretenden? ¿Una revolución del siglo XXI? Sería bueno saberlo.