Bankia es un transatlántico en el mundo bancario. Sus cifras la sitúan como la cuarta entidad del país con más de, ojo, diez millones de clientes. Hace tiempo que este Titanic encontró su iceberg en el mundo del ladrillo. Se calcula que ha chocado con hielo valorado en 37.500 millones de euros. O sea, todo un peñasco que le ha situado la morosidad por encima del 10%. Al capitán Rato la situación, lógicamente, no le gustaba un pelo. Insistía ante el Gobierno que podía enderezar el rumbo, pero, lamentablemente, ya nadie le creía. Ni el FMI que lanzó toda una diatriba, ni medios internacionales como Financial Times que dijo de Bankia «no acepta la realidad», ni Economía donde De Guindos estaba pensando directamente en la intervención. De hecho, se calcula que, por el momento, son necesarios entre 7 y 10.000 millones de euros en ayudas públicas para intentar reflotar el barco. Ante este panorama el capitán Rato decide dimitir y, lo que es más sorprendente, fija sucesor: un banquero jubilado del BBVA con una pensión de 53 millones de euros. Hombre, la verdad es que algo tendrán que decir los accionistas a todo esto. A alguien tendrán que pedir explicaciones del porqué una entidad como Caja Madrid en su día acosada por la deuda del ladrillo, se fusiona con otra como Bancaja que estaba repleta de activos tóxicos inmobiliarios. El resultado fue lo que ven: la mayor inmobiliaria de España y el peor banco posible. Además, el hecho de que Rodrigo Rato se haya ido de esta forma tan sorprendente ha traído consigo aún mayor inquietud. Supongo que los empleados de Bankia, el día después de todos estos acontecimientos, no van a para de dar explicaciones.
Cuando Mariano Rajoy habla ya claramente de aportar dinero público no sólo se refiere a Bankia: otros cuantos grupos más lo necesitan ante el deterioro de sus activos. La situación es ya tan tremenda que hasta el presidente del Gobierno tiene que desdecirse de sus palabras («no habrá ayudas», repitió en bastantes ocasiones). El sistema financiero vive en la irrealidad de no reconocer -ni aceptar, diría yo- sus pérdidas y así vamos. Dando tumbos desde aquel lejano 2008 donde comenzaron las supuestas reformas.