Las veleidades independentistas de Artur Mas comenzaron siendo una argucia para desviar la atención sobre la situación de Cataluña y, de paso, motivo suficiente para plantear nuevas peticiones económicas. Era la época en la que se agitaba el debate sobre las controvertidas balanzas fiscales, del que todas las Comunidades Autónomas querían sacar provecho apelando a los “flujos de beneficio” o a los “flujos monetarios” según interesara. El remedio para sofocar el fuego soberanista era, pues, como tantas otras veces, un asunto dinerario. Sí, un parche más que seguiría dejando pendiente la cuestión territorial, mientras la Constitución sea intocable.
Pero las molestias, cuando no se atacan de frente suelen crecer hasta convertirse en verdaderos problemas. El proverbial dontancredismo del Presidente del Gobierno le ha salvado cuando los vientos han cambiado a favorables, algo que en este caso no ha sucedido. Bien al contrario, se ha encontrado un escenario muy diferente al que esperaba. También CiU, cuyas intenciones de llevar adelante la consulta no pasaban de ser una mera jugada de tahúr. El adelanto en casi dos años de las elecciones catalanas, o mejor dicho su resultado, lo cambió todo. Mas esperaba una mayoría holgada para poder desembarazarse de ERC, incómodo socio, este sí independentista, pero el pueblo catalán decidió algo muy distinto. La letanía de la consulta movilizó a los partidarios de la independencia de Cataluña y quien salió reforzado fue el soberanismo, apareciendo, además, nuevas fuerzas como el CUP, también partidarias de la escisión.
A partir de aquí, la ola era ya imparable y obligó a Mas a tener que chocar como un ariete contra la posición inamovible del PP, que enarboló la defensa de la unidad de España para tratar de recuperar a una parte del electorado dispuesta a castigarle por las políticas de austeridad y una manera despótica de gobernar con el decreto como estandarte. Sin embargo, la intransigencia del gobierno central parece haber recabado pocos apoyos en comparación con un movimiento independentista que no cesa de crecer ante la obcecación de Rajoy. A las pruebas de las tres últimas Diadas me remito. Con un gobierno más predispuesto al acuerdo se hubieran abierto vías de diálogo y, probablemente, la marea secesionista no sería la que hoy es. Sea como sea, la situación no hace sino empeorar para el Gobierno de Rajoy. Si se llegara a celebrar la consulta, la derrota estaría servida para quien ha prometido que esto nunca ocurrirá. Y evitarla ahora probablemente traiga males mayores.
Tampoco desde Cataluña se han enviado grandes señales de flexibilidad en el proceder. A los escoceses no les gusta demasiado que se compare su caso con el catalán, pero es ineludible encontrar similitudes. En su proceso han buscado en todo momento la aquiescencia de Londres, lo cual facilitaría el reconocimiento internacional y su proceso de incorporación a las estructuras europeas, suponiendo que triunfe el sí. Además su pregunta es menos tramposa, directa, fácil de computar y evaluable por los observadores internacionales.
Mas no tendría tampoco el éxito garantizado, aunque lograra celebrar la consulta. Decía Simmel que las minorías que viven en conflicto suelen rechazar las aproximaciones o la tolerancia procedentes del otro bando, y justificaba esto por la utilidad que tiene para la unidad del grupo la existencia de un enemigo común. Después de la efervescencia de un hipotético triunfo, habría que establecer, entonces sí, una hoja de ruta no prevista, y con ella probablemente las preguntas importantes: ¿ahora qué? y, sobre todo, ¿contra quién?
La estrategia de inacción y fiarlo todo a las amenazas no ha dado resultado al gobierno central, ni siquiera utilizando a pesos pesados de la política comunitaria como apóstoles del apocalipsis que se cernirá sobre Cataluña si abandona España. Como baza, el recurso al miedo hubiera dado resultado si se hubiera acompañado de negociaciones o, al menos de gestos encaminados a reconducir la situación. Sin ellos, ha resultado una apuesta estéril. Debe ser la táctica de los conservadores europeos, puesto que los británicos han utilizado el mismo método para tratar de persuadir a los escoceses de que es mejor continuar en el hogar común. Primero utilizaron toda suerte de datos económicos, con un resultado, digamos, decepcionante, para demostrar que una Escocia independiente es inviable. Solo cuando algunos sondeos electorales comenzaron a mostrar una ligera ventaja del sí a la secesión, la estrategia cambió. De la amenaza se pasó a la invocación a la mesura de los escoceses, a no utilizar la consulta como castigo al partido en el gobierno, no muy querido ya por aquellas latitudes. Y de aquí a lo puramente emocional. A Camerón se le rompería el corazón si los escoceses abandonaran la gran familia, ha llegado a decir, quizás demasiado tarde.
Al equipo de comunicación del Gobierno de España le gusta mucho este tipo de metáforas (recordemos a su entrañable Niña), por eso han hecho rápidamente una adaptación libre de la misma. Hay que reconocer que a los “creativos” del PP no se les dan bien este tipo de alegorías, así que han transformado el simbólico corazón en uno de verdad, con sus sístoles y diástoles; en este caso, el de un catalán trasplantado al cuerpo de un andaluz. La ocurrencia no puede ser más desafortunada. Después del asunto Pujol parecía que se había desactivado la sensación de expolio, pero ahora dirán que Rajoy pretende quedarse hasta con sus corazones, lo cual, para los nacionalistas, francamente, es mucho peor.