Seguramente es demasiado prematuro para anticipar acontecimientos, dado que estamos todavía en mitad de una pandemia de impredecible final pero, como decía en el último post, en esta entrada voy a tratar de plantear algunas de las previsibles (y no tanto) consecuencias que el Covid-19 nos dejará como sociedad.
Creo que durante un tiempo va a aumentar la mirada hacia el interior. Vamos a alargar este proceso que hemos iniciado de tratar de reconocernos como sociedad, lo que nos une. La cuestión es cómo vamos a interpretar esa mirada. Conviene no confundir la defensa de lo nuestro con las ideologías excluyentes. En el medio plazo, sin embargo, no soy nada optimista. Volveremos a nuestras ocupaciones y a nuestro cainismo. Durante estos días, nos hemos unido socialmente de una manera artificial, infantil, con coreografías, performances, con esos aplausos un tanto impostados, pero la polarización política, el no reconocimiento del otro, sigue prácticamente intacto. Se ve también en las disputas despiadadas en las redes sociales, en las tertulias de cualquier índole, en la insolidaridad interterritorial, o en el sálvese quien pueda haciendo acopio de productos necesarios para todos o, lo que es peor, intentando sacar rédito de ellos. Todo esto es un reflejo de nuestra sociedad y lo estamos viendo ahora, cuando más se reclama ese compromiso ciudadano. No son buenas señales.
En términos sociales habrá consecuencias (bastante) probables:
La primera es la pérdida de vidas humanas, algo que ya es irreparable porque se ha cumplido el peor de los pronósticos, a diferencia de crisis anteriores: Creutzfeldt-Jakob, SARS, H1N1, Ébola, que tuvieron una afectación muy baja en la mayor parte de las sociedades. Y la posibilidad de repuntes en los próximos meses, mientras no se encuentren vacunas o tratamientos. En sociedades como la nuestra no estamos acostumbrados al distanciamiento social y somos menos conscientes de la importancia de protegerse y, sobre todo, de proteger a nuestros conciudadanos. Nos va a costar mucho y, seguramente, tendrá un coste alto. En los primeros días no se entendió en España ni en Asturias la importancia del confinamiento. Esto, unido al buen tiempo, llenó las terrazas y las playas y hubo que acudir a medidas represoras, en forma de sanciones para que las personas cumplieran con el estado de alarma. Somos menos disciplinados que en otras culturas y en cuanto se relajen las medidas podríamos volver a ver situaciones como las referidas. Nos cuesta más quedarnos en casa, no socializar, no tener contacto personal, no ir al chigre o al restaurante. En estos días han sido muchas las voces que han hablado de vulneración de nuestra libertad y de las consecuencias en términos de incremento de la vigilancia y de la utilización del aparato represor del estado, pero es que nos resistimos mucho a las órdenes, aunque estén justificadas.
La segunda. A pesar de esta necesidad de contacto social, ya mucho antes de la pandemia habíamos visto un crecimiento sostenido de los encuentros virtuales, un tanto frívolos y banales, al tiempo que soslayábamos la vida en comunidad. Estábamos inmersos en un importante proceso de individualización y de fragmentación familiar y social. Lo veíamos en el auge de las redes sociales, el video bajo demanda o el incremento anual de las empresas de comida a domicilio. Cada vez rehuíamos más el compromiso, prestar atención a nuestros mayores, llamar a los amigos, acudir a actos como integrantes de la sociedad civil, participar como voluntarios en asociaciones. Ahora echamos en falta todo eso y tenemos ganas de quedar con todo el mundo, hacemos planes para cuando esto acabe, pero la vuelta a la normalidad es una de las grandes incógnitas en este momento. Es difícil precisar cómo y cuándo podremos retomarla, se prevé un período largo, las restricciones parciales van a continuar durante un tiempo, las actividades colectivas, sobre todo las de grupos numerosos, costará retomarlas, y eso sin contar con los posibles repuntes de la infección, que pueden cambiar nuestro comportamiento, hacernos más temerosos. Todo esto implicará repercusiones en las relaciones sociales.
La tercera es la recesión económica cuando aún no nos habíamos recuperado totalmente de la anterior. Y en esta nos encontramos en peores condiciones que en la anterior crisis, porque ya no tenemos colchón personal y el institucional está también muy menguado como consecuencia de los recortes. Esta derivada económica tendrá consecuencias (ya lo estamos viendo) en términos de desempleo, lo que implicará más sufrimiento social. Parte de los empleos no se recuperarán y esto afectará de nuevo a las personas más vulnerables, algunas de las cuales estaban ante una de sus últimas oportunidades para reengancharse al mercado de trabajo. El paro masivo tiene consecuencias no solo para la economía de las personas sino para su integración en la sociedad y para su salud. Supongo que se reabrirá el debate sobre la renta básica universal y ahora con más posibilidades que nunca de que se haga una realidad en algunos lugares.
La cuarta parece mucho más clara, ya se está viendo, será la tendencia a reclamar más Estado de Bienestar, en lugar de menos, como estaba ocurriendo. Se prevén economías más estatalizadas y un incremento importante de la intervención pública, pero esto va a resultar altamente problemático debido al elevado déficit de muchos países. Conviene recordar que allí donde el EB no se ha desarrollado o se ha visto recortado crece la desigualdad, que es la principal enemiga de la seguridad que parecen demandar hoy los ciudadanos, como lo demuestra el ascenso de formaciones políticas que llevan el miedo por bandera en sus programas electorales.
Vinculada a la anterior, la quinta, la reindustrialización de los países es un escenario probable para afrontar situaciones de escasez de determinados materiales tan necesarios en esta pandemia para una protección eficaz contra el contagio, algo que no debería estar reñido con el cosmopolitismo. Macron ha apuntado estos días que uno de los problemas principales de la globalización es la dependencia exterior de suministros y servicios básicos, algo que es particularmente recurrente en muchos países europeos, entre ellos España, pero que tiene dimensiones mundiales. La dependencia externa nos resta capacidad de reacción y solvencia para solucionar los problemas (productos sanitarios, medicamentos, pero también energía). Quizás sea el momento de retomar el cambio del modelo productivo y tomárnoslo más en serio. En la crisis de 2008 se vio muy afectado el sector de la construcción y ahora lo va a estar el turismo, dos de los pilares tradicionales de nuestra economía. Asturias ha sufrido procesos traumáticos de desindustrialización, pero tiene un pasado y un presente que podría ayudar mucho a hacer esta transición hacia un nuevo modelo industrial.
La sexta es el peligro de que se rompa el modelo social europeo, que no solo salvaguarda mejor la libertad y la equidad de las sociedades sino que nos vacuna (con perdón) contra riesgos y sirve de espejo en otras latitudes. Se agranda de nuevo la brecha entre el norte y el sur, en lugar de reforzarse nuevos espacios en la Unión Europea, seriamente amenazada ya tras el Brexit y la indisciplina de algunos de los nuevos socios. Si fracasamos en la toma de decisiones importantes se beneficiarán precisamente esas opciones políticas que quieren dinamitar las instituciones comunes.
Por último deberíamos reflexionar de una vez por todas sobre la pérdida del equilibrio entre sociedad y naturaleza, algo que nos demandan insistentemente las generaciones más jóvenes, siquiera para evitar o atemperar futuras crisis sistémicas como la que vivimos.