Podríamos definir a un indeciso electoral como aquella persona que, teniendo pensado acudir a las urnas, no tiene decidido todavía el partido al que van a votar. No obstante, es posible que algunas de estas personas sí lo tengan claro, pero no quieran expresarlo, dada la calidad de secreto del voto o bien por la incomodidad que genera el llamado “voto vergonzante”. Es decir, reconocer que van a votar a determinados partidos políticos que no son socialmente demasiado bien considerados. En todo caso, optan por decir que no saben a quién votarán y entran dentro de la categoría de indecisos. Esta es una de las cuestiones que pueden distorsionar los pronósticos electorales a priori y por lo que las opciones más extremas suelen estar infra estimadas en las encuestas si no se hace una “buena cocina”.
Foto: El Comercio
El año 2015 suele situarse como clave en el incremento del número de indecisos y su protagonismo, como consecuencia de la ruptura del bipartidismo imperfecto propio de nuestro país. Desde entonces, es cada vez mayor el número de personas que eligen a sus representantes políticos durante la campaña y van en aumento los electores que deciden su voto en las horas previas a la votación, incluso el mismo día. Así, por ejemplo, en las autonómicas de ese año, el porcentaje de personas que no habían decidido votar al inicio de la campaña y finalmente lo hicieron, se situó en casi una tercera parte de los votantes (30% frente al 25% de 2019), mientras que una quinta parte lo decidió en las jornadas previas a las elecciones. En las actuales, a falta de una semana, el barómetro del CIS estimaba que un 20,5% de la ciudadanía no había decidido el sentido de su voto, confirmando la estabilidad de la decisión en el último momento. Eso sí, la identificación izquierda-derecha se mantiene sólidamente instalada, por lo que las dudas se concentran en el trasvase de votos dentro de esos bloques ideológicos. Los votantes tienen claro a qué bloque apoyarán aunque, al haber diferentes opciones, la duda es qué papeleta meter de entre esas opciones.
¿Sirven de algo las campañas electorales?
La ciudadanía suele ser desdeñosa con las campañas electorales. Es difícil encontrar personas que declaren que les resultan útiles y de interés. Sin embargo, es aun más complicado sustraerse a ellas, puesto que están muy presentes en los medios de comunicación, especialmente en los días previos y posteriores a algunos hitos clave, como los principales actos de campaña y, especialmente, los debates electorales. A estos últimos, supuestamente, tampoco se presta mucha atención, pero acumulan unos datos de audiencia importantes. Por ponerlo en contexto, más de la mitad de la población vio, al menos parcialmente, el debate entre candidatos de las últimas generales de 2019 e, incluso, el 20% de quienes no lo presenciaron admite que tuvo noticias de él. Con estas cifras, parece difícil que no influya de alguna manera y así lo respalda, de nuevo, la propia ciudadanía, pues más de un 4% reconoció que cambió su voto tras ese debate y cuando nos movemos en márgenes tan ajustados como los actuales, un porcentaje tan pequeño puede cambiar las posibilidades de gobernar a los distintos bloques. Por no hablar de las encuestas y trackings que publican los institutos de opinión a lo largo de la campaña, convertidas en una fuente inagotable de controversia en medios de comunicación y redes sociales durante esos días, y que también guían a los indecisos a la hora de introducir la papeleta en la urna.
Ni el tipo de elecciones ni el perfil de los votantes son iguales
Ambas cuestiones resultan, también, fundamentales. En primer lugar, en cuanto al porcentaje de personas que van a votar, que es sensiblemente inferior en locales y autonómicas con respecto a las generales. Digamos que tenemos una percepción de elecciones de primera, segunda y tercera: generales (70-80%), autonómicas (65-70%) y locales (65% ó menos) y esto se refleja en el porcentaje de personas que acuden a votar. Es menor la diferencia entre autonómicas y locales porque suelen coincidir. En todo caso, recordemos que la mayor o menor desmovilización puede decantar, igualmente, el resultado en elecciones.
Tampoco existe un retrato robot del indeciso. Sin embargo, suele haber más indecisión entre las personas que se ubican en el centro de la escala ideológica, lo cual es normal porque tienen distintas opciones tanto en la izquierda como a la derecha. Ahora bien, si pensamos en los actuales bloques mayoritarios, el votante de izquierdas es históricamente un votante más desmovilizado, que castiga más los errores en las urnas o, en su defecto, decide abstenerse en mayor medida si no le ha gustado la acción de gobierno o desconfía de las opciones posibles. Esto suele reflejarse en la indecisión, como también el hecho de que haya más papeletas posibles donde elegir, como ha sido y es el caso de las últimas convocatorias electorales.
Resulta paradójico, pero, a medida que se simplifican los mensajes (otro día hablaré de esto), las campañas se vuelven más complejas, o viceversa. Al margen de las comentadas, influyen cada vez más variables. No podemos olvidar que el votante de hoy es más exigente porque, por lo general, dispone de más formación e información y, si antes guardaba más fidelidad a un partido, y era mucho más remiso a cambiar su voto de unas elecciones a otras, ahora es mucho más “promiscuo”, individualista y pragmático, por lo que tenderá a votar más en función de sus intereses personales. En el CIS preelectoral del 28M, más de la mitad de los encuestados (54,4%) dijo que votaría “según lo que más le convenza en ese momento”.
Existe una máxima en política que dice que las campañas no se ganan, sino que se pierden. Por eso se han convertido en una carrera de obstáculos para intentar que tus contrincantes tropiecen más que tú, de modo que consigas el afianzamiento de tu suelo electoral, la movilización de tus votantes y la desmovilización de los contrarios.
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