La crisis nos sitúa de forma vertiginosa entre lo viejo y lo nuevo, que se agolpan en nuestras vidas de forma tan natural como inopinada. Hace unos días, escuchaba en un programa radiofónico a una mujer, joven, hablar de la situación de los trabajadores de Panrico. Despidos, huelgas, denuncias y contradenuncias, presuntas amenazas a los miembros del comité de empresa y, en medio de todo ello, el drama de una familia a la que los salarios menguantes o inexistentes ya no alcanzan para pagar los gastos corrientes ni la omnipresente hipoteca, convertida en el mayor tirano de nuestros tiempos.
Hasta aquí nada excepcional, salvo que los trabajadores de la fábrica de Santa Perpétua enfrentan una de las huelgas más largas de la democracia. Desgraciadamente este tipo de situaciones se repite con tanta frecuencia en los últimos años que apenas captan ya la atención de la ciudadanía, más allá de la directamente concernida. En un momento dado de la entrevista, la mujer empezó a relatar como habían tenido que recurrir a la solidaridad de los ciudadanos para poder sacar adelante a sus dos (creo) hijas. Uno de los recursos que están utilizando es la caja de resistencia, un término tan familiar para muchos como extraño (así lo reconoció) para la entrevistada. Me llamó la atención el desconocimiento de este mecanismo de apoyo solidario porque era la segunda vez en poco tiempo que escuchaba a alguien declararse ignorante sobre estas ayudas, fundamentales en la resistencia de los trabajadores en huelgas de larga duración. Sin ir más lejos, los (ex)empleados del sector naval de Gijón o de Vigo conocen a la perfección el significado de las cajas de resistencia, como buena parte de los trabajadores que se vieron implicados en las durísimas reconversiones industriales de los años ochenta. Ya antes de esta época existían, y se han mantenido hasta nuestros días, aunque de forma excepcional, en diversos conflictos industriales.
Íntimamente vinculado a los problemas laborales, está ganando fuerza también el neologismo pobreza energética, un término que puede parecer novedoso pero que como concepto es tan antiguo como la propia energía, cada vez más inaccesible para un importante porcentaje de la población de nuestro país. Muchos españoles de la posguerra civil (sobre todo los que vivían en las ciudades) recuerdan largos inviernos mesetarios sin ninguna posibilidad de obtener calor más allá del que proporcionaba el hacinamiento de las habitualmente extensas proles y de algunas innovaciones rudimentarias más o menos ingeniosas. Huelga decir que las comodidades de las viviendas de antaño distaban mucho de las que disfrutamos en la actualidad. Hoy, no obstante, esta nueva pobreza energética se traduce en miles de españoles que no pueden encender la luz, y para las que la calefacción se ha convertido en un lujo o tienen que restringirla de forma que las casas apenas llegan a alcanzar la considerada “temperatura de confort”. La picaresca, ahora como entonces, como siempre, se ha convertido en el recurso para paliar estas situaciones de emergencia. Y no son pocos, pues se estima en cinco millones el número de personas cuyas viviendas presentan humedades y otros desperfectos que pueden ocasionar problemas de salud como enfermedades reumáticas o cardiovasculares.
Los olvidados años de bonanza económica tuvieron un peligroso efecto catártico para una sociedad que hoy comienza a despertar de su amnesia colectiva. A lomos de la ola del consumo compulsivo, guardamos en el baúl de los recuerdos buena parte de nuestras vivencias y de aquellas que habíamos escuchado de boca de nuestros padres o abuelos. Ahora, a la misma velocidad que la crisis nos traslada de nuevo a la realidad, desempolvamos conceptos mientras buscamos nuevos términos para los viejos problemas.