En plena resaca futbolera, tras la reciente Eurocopa ganada por España, parece inevitable dedicar un post al asunto, aunque no lo haré para hablar de lo estrictamente deportivo sino del valor identitario del fútbol y su relación con algunos fenómenos recientes, susceptibles de análisis.
Resulta sorprendente que el fútbol no figure entre los espectáculos más estudiados por la Sociología en nuestro país, al contrario que ocurre en otros países como el Reino Unido, donde sí se han llevado a cabo estudios relevantes. El fútbol es un fenómeno sobredimensionado como deporte, si nos atenemos a los minutos minutos/espacios que ocupa en los medios de comunicación, pero resulta muy interesante como referente sociológico. Según datos recogidos en las memorias anuales de la Liga de Fútbol Profesional, este deporte es seguido habitualmente por más de 20.000.000 de españoles, mueve alrededor de 10.000 millones de euros al año y a más de 13 millones de espectadores que acuden a los estadios cada temporada solo en las dos primeras categorías del fútbol nacional, a los que hay que sumar otros 174 millones más que siguen la liga española a través de la televisión en todo el mundo.
Son cifras categóricas que dicen mucho del influjo que ejerce el fútbol en la vida de los españoles. Por eso no es extraño escuchar en estos últimos días que la sociedad de nuestro país se identifica con los valores que representan los jóvenes deportistas de la selección española, a los que se tilda, por ejemplo, de nobles, cercanos, sencillos, modestos y generosos. Sin entrar a valorar el acierto o no de estos calificativos, estoy seguro de que los seleccionados en etapas anteriores reunían (¿por qué no?) todos o algunos de estos valores. Sin embargo, nunca se había producido una identificación tan clara entre la sociedad y el espíritu nacional representado en estos deportistas.
En los últimos años, sobre todo a partir de los éxitos en el mundial de fútbol de Sudáfrica de 2010, las calles de España, aunque haya sido ocasionalmente, se han teñido con los colores de la enseña nacional y de la camiseta de la selección, “la roja”, como
gusta ahora decir. Llevando el hecho hasta la exageración, algunos comentaristas deportivos consideran que la selección de fútbol ha supuesto un impulso decisivo para alcanzar la verdadera transición española 35 años después de que esta se produjera oficialmente. Lo cierto es que, comentarios hiperbólicos al margen, quienes sufrían en silencio su identificación con “la roja” en algunos puntos de la geografía hispana, muchos de ellos poco sospechosos de poder ser tachados de nostálgicos de épocas pasadas, han enarbolado la bandera de España y abrazado sin disimulo otros símbolos de la identidad nacional.
Para las cohortes de más edad es demasiado tarde, pero quizás para las generaciones más jóvenes el fútbol pueda servir como “pegamento social” por encima de otras instituciones hoy maltrechas. Una buena muestra de ello la encontramos en las últimas victorias de los equipos españoles en la Champions y la Europa League, competiciones que representan más al mundo de los negocios que al deporte desde la transformación de los clubes de fútbol en pseudo empresas, cuando no realmente en Sociedades Anónimas Deportivas. Aun así, los medios de comunicación se las han ingeniado para transformar estos triunfos en un refuerzo de la identidad nacional y la sociedad ha terminado por identificar títulos colectivos, e incluso individuales, si atendemos a otros deportes, con el dominio español en el mundo, a pesar del difuso contorno nacional de algunas estas competiciones.
Pero conviene no engañarse, el principal motor de esta exaltación de orgullo patrio no es el reconocimiento de valores distintivos de la sociedad española ni de sus ventajas comparativas con los países de nuestro entorno. La respuesta está en el simbolismo del triunfo. Un estudio sobre la dimensión etnoterritorial del fútbol llevado a cabo en 2006 por el sociólogo Ramón Llopis, reflejaba que algunos fenómenos como la globalización se habían mostrado decisivos para la desarticulación del ensamblaje de las dinámicas identitarias, sobre todo a nivel de selecciones. Claro que esto era justo antes de que comenzara la mejor etapa de la selección española de fútbol.
La victoria, y más en estos tiempos de crisis, es lo que más ha contribuido a que, por unas horas, se haya olvidado la tradicional dualidad española, ahora reconvertida en unidad nacional, reivindicación del país y ajustes de cuentas con los vecinos que nos
han maltratado y denostado. Resulta un ejercicio muy interesante acudir a las hemerotecas y videotecas y prestar atención a algunas declaraciones, imágenes y mensajes que se han podido ver durante el desarrollo del campeonato europeo. Como también resulta seductora la idea de medir la identidad nacional después de acontecimientos deportivos como el recientemente terminado, una especie de “futbolbarómetro” que calcule la intensidad de estos sentimientos.
Ah, por cierto, creo que todavía no he felicitado a la selección por proclamarse justamente, y por tercera vez, campeona de Europa. Es verdad que ganar el torneo no ha resuelto ni uno de nuestros problemas, si bien los expertos suelen relacionar los triunfos deportivos con subidas del PIB, por su efecto sobre eso que, en un ejercicio de mercantilización de los sentimientos, se ha dado en llamar “la marca España”. Pero no es menos cierto que los problemas se sobrellevan mejor cuando les intercalamos alegrías, aunque solo sean en el deporte. Mucho me temo, sin embargo, que cuando los ecos del triunfo comiencen a languidecer volveremos al cainismo nacional, y ya no adornaremos nuestra cara con los colores rojo y gualda, sino con otras pinturas de guerra, las del palo y la garrota.