España sigue siendo un país dual, de opciones dicotomizadas entre rojos o nacionales, Real Madrid o Barça, PP o PSOE, nacionalismo central o periférico, lo cual dificulta mucho la convivencia y conduce a que los ciudadanos optemos a menudo por opciones radicalizadas. Viene esto a propósito del asalto al supermercado del ínclito Sánchez Gordillo, quien emulando escenas de pillaje propias de repúblicas bananeras nos ha condenado definitivamente a un tercermundismo mediático en el que las formaciones políticas española de todos los signos se han empeñado en ubicarnos.
Terror en el hipermercado, que dirían los Pegamoides, o “performance” según Llamazares, el alcalde de Marinaleda, al que algunos comparan en Twitter con Robin Hood y otros con un Gandhi gañán, ha hecho un flaco favor a la imagen de nuestro país en el exterior. Sí, esa “marca España” que según el estudio de Brand Finance cayó un 38% entre 2009 y 2011. El “hurto famélico”, otro buen intento de disfrazar este monumental “simpa” de los miembros del SAT, no ayudará sino a profundizar en la desconfianza hacia un país en el que diputados electos justifican y hasta aplauden acciones de este tipo. Y es que algunos diarios alemanes como Der Spiegel titulaban el día después de la epopeya que la situación de España empuja a los sindicalistas a asaltar supermercados.
España se ha vuelto un país de impulsos irresistibles y esta especie de ludismo alimentario no es sino una muestra más del activismo compulsivo que parece haberse instalado en nuestra sociedad. Reaccionamos con apremio ante lo que consideramos injusticias manifiestas mientras movimientos como el 15-M obtienen una gloria efímera a la espera de una nueva oportunidad para su reactivación, otra oleada de indignación rápidamente perecedera. Vivimos en una sociedad en la que la “participación cívica es de tipo bipolar”, como perfectamente la ha definido Enrique Gil Calvo, y buena parte de la responsabilidad de que esto sea así le corresponde a la partitocracia que domina desde hace años un país en el que las agrupaciones políticas, sobre todo las mayoritarias, se han convertido en máquinas expertas en movilizar a su antojo a la ciudadanía en favor de espúreos intereses partidistas.
Necesitamos medios más eficaces de protesta ante las iniquidades. Las redes sociales cumplen muy bien su papel como transmisoras instantáneas del descontento popular pero las fugaces protestas, y menos si están acompañadas de actividades punibles, difícilmente pueden servir de catalizador de la transformación social más allá de ese precario y efectista momento de notoriedad.