Ya saben de sobra que la mayor característica de la globalización es precisamente el dicho que acaba alimentando la teoría del caos y que seguramente habrán oído más de una vez: «El aleteo de una mariposa en Hong Kong puede desatar una tempestad en Nueva York». Ningún rincón del planeta está exento de padecer las dificultades del lugar más alejado. Una perturbación en una esquina puede acabar afectando al extremo opuesto y generar una crisis global por la multiplicación de sus efectos. El tiempo que llevamos de siglo XXI está demostrando más que nunca que lo ajeno ha dejado de existir. La recesión económica, la propagación del coronavirus o el cambio climático son tres claros ejemplos de los riesgos a los que se ve sometida la civilización.
Esta semana, junto a la amenaza de pandemia y el golpeo a la economía, hemos conocido un informe que provoca cierto escalofrío. Resulta que Gijón es una de las ciudades de este país que mayor peligro corre de sufrir inundaciones por el aumento del nivel del mar como consecuencia del calentamiento global. Se me pone los pelos de punta al pensar en lo que puede llegar a suceder transcurrida la próxima década, si no se logra frenar el deshielo en el Ártico. El estudio de la Agencia Europea de Medio Ambiente, que ya venía precedido por otro del Observatorio de Sostenibilidad, concluye que la mitad de los gijoneses no se librarían de la crecida al residir en zonas que se situarían seis metros por debajo del nivel del mar. Y si el Cantábrico sube más de sesenta centímetros, que es un escenario que se puede llegar a dar si no se eliminan las emisiones a la atmósfera, todo el centro de Gijón quedaría anegado en una de esas tormentas a las que estamos acostumbrados. Las olas entrarían por San Lorenzo, recorrerían la plaza Mayor, la plaza del Parchís y la calle Corrida y saldrían por el puerto deportivo. Menudo espectáculo.
La propia entidad autora del informe recomienda a las autoridades de los litorales más expuestos a tomar medidas para adaptar sus infraestructuras costeras al crecimiento de los mares.
El consejo, por lo tanto, invita a reflexionar sobre la necesidad de acometer una remodelación integral del paseo del Muro que tenga en cuenta el riesgo que corremos. Aunque hay tiempo por delante para aplicar una corrección que blinde la principal fachada de la fuerza de la mar –habría que ver también qué se hace en el Muelle– no estaría de más que el Ayuntamiento fuera pensando en su reforma. Sensibilidad no le falta al equipo de gobierno para emprender un proyecto de tanta trascendencia para la ciudadanía como la transformación del espacio más distintivo del litoral gijonés. Es cuestión de responsabilidad ambiental y urbanística.
Sobre el Muro llevamos más de veinte años observando la necesidad de aplicar una actuación integral, pero no hemos pasado de los concursos de ideas, recreaciones y bocetos que alimentaron debates cíclicos sin conducción ni conclusiones. El plan de fachadas, iniciado en la Corporación de Paz Felgueroso y todavía inconcluso, y el carril-bici abierto a modo de ensayo por el gobierno de Carmen Moriyón fueron las únicas intervenciones destacadas en todo ese tiempo. Sin embargo, ninguna de esas acciones han servido para atender dos grandes problemas que confluyen en la zona: la presión del tráfico y la falta de atractivo del paseo en la margen que no linda con la playa.
La advertencia que surge de las consecuencias del cambio climático representa una oportunidad para anotar en la agenda del quehacer municipal el inicio de un proceso encaminado a la transformación absoluta desde la avenida de Castilla hasta el Campo Valdés. El objetivo fundamental sería evitar que Gijón se convierta en una ciudad sumergida. Es decir, el recrecido y reforzamiento del Muro parece inevitable. Pero a la vez aprovechar para dar respuesta al resto de carencias que ahora impiden que el paseo, en su totalidad, sea un lugar más integrado.