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Ángel M. González

Viento de Nordeste

La alerta naranja

El lunes 5, pasadas las seis menos cuarto de la tarde, la Consejería de Salud anunciaba la declaración de alerta naranja en Gijón sorprendiendo a propios y extraños. La decisión se amparaba en la recomendación de los epidemiólogos ante «el progresivo crecimiento, en las últimas semanas, de casos registrados por encima de la media regional». Sin muchas más explicaciones, sin ilustrar a la población sobre cómo estaba evolucionando la curva en la mayor ciudad de Asturias con datos focalizados más allá del minuto y resultado global del día, el Principado puso a Gijón bajo máxima vigilancia durante dos semanas con una medida de envoltura cosmética y finalidad disuasoria. Comentario general: «No sabíamos que estábamos tan mal». Pues sí. Parece que sí lo estábamos. No registramos los niveles de Madrid, con una tasa de incidencia cinco veces mayor, donde las maniobras partidistas de los gobernantes se anteponen al combate de la covid de manera bastarda. Y tampoco vivimos la situación de Berlín, en la que las autoridades ponen a la capital en situación de alarma antes de llegar a los 50 casos por 100.000 habitantes. Menos de una tercera parte de lo que se contabiliza en esta ciudad.
La alerta naranja, en cuanto a restricciones, no implica nada más allá del refuerzo de los controles para que se cumplan las normas antipandemia y del mensaje de apelación a la responsabilidad ciudadana, con el fin de evitar la relajación. La declaración, por lo tanto, viene acompañada únicamente de prescripciones tales como el uso obligatorio de la mascarilla, guardar la distancia, lavar las manos con frecuencia, formar burbujas sociales o ventilar «y si hace frío, ponerse dos jerseys y el abrigo», que decía la alcaldesa con esa rotundidad que le caracteriza. Se trata de un invento técnico-político sin base jurídica cuyo impacto psicológico sobre la población ha conseguido hasta ahora dos cosas: amendrantamiento y retracción.
La medida se ha mostrado eficaz en las ocasiones que precedieron a Gijón y al resto de concejos que la autoridad regional ha ido incorporando al listado de zonas de riesgo. En el oriente, el Principado decretó la alarma el 26 de agosto por el nivel de transmisión comunitaria que se estaba produciendo en medio de una ingente afluencia de visitantes. Ese día se acabó la temporada estival y el negocio turístico. En la cuenca del Nalón, la declaración se ha prolongado una semana más después de contener levemente el aumento de casos, pero el consumo en bares y restaurantes experimentó un nuevo sopetón.
Esta vez, la decisión se toma con el puente del doce de octubre, que había generado cierta esperanza en los sectores de la actividad más dañados por la crisis, por el medio. La alerta naranja, de mano, ha obligado a cancelar la feria del stock programada por la Unión de Comerciantes, los alojamientos han padecido el impacto en las reservas agudizado por el cierre de Madrid y los hosteleros reciben otra sacudida. La situación, sin embargo, es la menos lesiva que la economía local puede llegar a sufrir. El pulso que nos está echando el coronavirus en la embestida de otoño va camino de exigir acciones más contundentes que un aviso en forma de declaración. La presión en la atención sanitaria está creciendo de manera imparable. Por lo tanto, no va a quedar otro remedio que emprender la lucha elevando aún más las restricciones antes de que se acerque el colapso y desplegar una mayor política de auxilio para aliviar a las víctimas del segundo derrumbe.

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Sobre el autor

Periodista del diario EL COMERCIO desde 1990. Fui redactor de Economía, jefe de área de Actualidad, subdirector y jefe de Información durante doce años y desde febrero de 2016, director adjunto del periódico.


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