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Ángel M. González

Viento de Nordeste

La sostenibilidad insostenible

En el tema de la reducción de emisiones para frenar como sea el calentamiento global seguimos construyendo la casa por el tejado. Las medidas que se van adoptando están siendo tan alocadas como los bruscos cambios meteorológicos que padecemos, atribuibles, según las voces que supuestamente saben de ello, a la rapidez con la que los malos humos y el excesivo consumismo están destruyendo el planeta. Es decir, si no lo remediamos, cada vez sufriremos más inundaciones, argayos e infraestructuras destrozadas, pongamos como nos pongamos. Barbón, vete preparando la cartera porque entramos en época de desastres.
El problema que está surgiendo es que con el empeño acelerado por combatir la crisis medioambiental para que las futuras generaciones puedan continuar habitando en este mundo, generamos otra crisis a quienes vivimos el presente por el alto coste que conlleva la ‘revolución verde’. La transición justa que tanto cacarean quienes nos gobiernan no puede ser más popularmente injusta. Esa endiablada carrera sin que nadie se quede atrás arranca con obstáculos a la salida y el riesgo de dejar gente tirada en la cuneta.
La elevada factura de la luz, la carestía del combustible y la subida desbocada de precios es el resultado más atroz de una política energética imperdonable. No se puede hablar de justicia en la economía mientras se provoca un roto en el bolsillo de los ciudadanos con la mayor inflación en treinta años. Ni tampoco se debe de hablar de economía socialmente justa cuando a la vez se plantean aplicar una batería de tasas verdes o el pago por el uso de las carreteras del que no se salvaría ni el apuntador, gane mucho o poco, salvo aquel que por el camino ya no lo pueda afrontar porque se haya quedado desahuciado. La batalla ante la emergencia climática, en definitiva, nos convierte a todos sin excepción en sujeto pasivo por la vía fiscal y en sujeto paciente gramaticalmente hablando porque de la acción no nos libramos.
En esa tesitura nos encontramos en Gijón, donde el Ayuntamiento avanza en la competición por restringir la circulación de los coches para reducir la contaminación de los vehículos con motor de combustión, causantes, a tenor de los datos oficiales, del 25% del veneno que respiramos. La última medida anunciada del rosario de actuaciones que se fueron aplicando y de las que están aún por venir, es la prohibición de aparcar en la ORA a partir del 1 de enero de todos los coches diésel de más de quince años y de todos los coches a gasolina que superan los veinte. Solo podrán estacionar los residentes, los repartidores, quienes conduzcan un clásico o aquellos que tengan tarjeta de movilidad reducida. El resto, a buscarse la vida. Y el resto son casi una tercera parte de la flota censada en Gijón, que no podrán disponer del distinto ambiental creado por la DGT para acometer la ‘gran reconversión’ de las cuatro ruedas en este país.
Así que uno de cada tres gijoneses tendrán que olvidarse de la zona azul desde el 1 de abril, que es cuando los controladores y la policía local dejarán de preavisar para proceder al castigo. Solo tendrán dos alternativas, cambiar de hábito o cambiar de coche. ¿Y quiénes son los destinatarios reales de la decisión municipal? Pues lo más probable es que la mayoría sean ciudadanos que no tengan, ni por asomo, capacidad para comprarse un híbrido o un eléctrico. Ni siquiera acogiéndose a la deducción del 15% en el IRPF que prevé el gobierno asturiano para ayudar a la adquisición de un vehículo que a día de hoy es casi un artículo de lujo. Por lo tanto, magnífica idea la de vetar el aparcamiento en el centro a aquellos que menos posibilidades tienen de pagar un parking subterráneo. La ORA solo para los que vivan con desahogo.
En política de movilidad ponemos el carro por delante de los bueyes. Todas las actuaciones hasta ahora han tenido como objetivo una persecución sin piedad al coche pensando en potenciar el transporte público pero sin facilitar su uso.
Se cerraron calles, se clausuró El Muro, se eliminó la avenida de El Molinón, se constriñeron las principales arterias con carriles bicis inútiles, se suprimieron aparcamientos, pero no se ha favorecido la circulación de autobuses y taxis. Más bien al contrario. Entre atascos y limitaciones de velocidad, la fluidez se ha reducido. El coste y el tiempo para los sufridos usuarios de lo público ha aumentado. Conclusión: Lo de la movilidad sostenible es cada vez más insostenible.

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Sobre el autor

Periodista del diario EL COMERCIO desde 1990. Fui redactor de Economía, jefe de área de Actualidad, subdirector y jefe de Información durante doce años y desde febrero de 2016, director adjunto del periódico.


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