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Adrián Ausín

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La disciplina del Cebollo (Codema)

Tiene su mérito que un profesor que nunca te dio clase sí te haya dado unos golpes a mano abierta en más de una ocasión. Es uno de los galones acumulados en mi periplo vital en el Corazón de María entre los 10 y los 14 años. El Cebollo nunca entró a mi clase a impartir materia, pero sí a reñir, a pavonearse y, por supuesto, a repartir estopa. También era posible que te trincara en el pasillo. Daba igual el motivo. Aquel claretiano rechoncho, chuleta, con gafas pequeñas y vestido siempre de calle, te soltaba un guantazo a la primera de cambio. Luego seguía su camino satisfecho, como si hubiese cumplido una misión en lo universal. Recuerdo perfectamente al Cebollo entrar a una clase donde un profesor reñía a un alumno acaloradamente. Su reacción inmediata, sin conocer el motivo, fue preguntar: “¿Le pegas tú o le pego yo?”. El Cebollo era mundialmente conocido en el colegio, te diera o no te diera clase. El mote se transmitía de generación en generación sin saber muy bien el porqué  (yo creo que venía de la forma acebollada de su cabeza) ni tampoco, por parte de quienes no lo sufrimos como profesor, su verdadero nombre de pila. Él era simplemente El Cebollo, el implacable jefe de estudios, un cargo cuyo contenido fue todo un misterio para mí durante mi etapa Codema. En mi traducción personal, ser jefe de estudios era ejercer de jefe de las SS del III Reich en versión colegio de curas. Algo así.

Bajo aquella implacable jerarquía cebollil, en una ocasión el Cebollo creyó tenerme agarrado por las pelotas al pillarme en una falta. De aquélla estaba prohibido dejar los libros en los pupitres de un día para otro. Había que irse a casa con todo el tocho a diario. A mí aquello me daba una pereza tremebunda. Así que ideé una treta. Se me ocurrió dejar los libros tras la última clase en el cajón de la mesa del profesor. Ahí seguro que no miraban cuando repasaban las aulas. Lo hice durante cierto tiempo. Hasta que me pilló el Cebollo. Los libros tenían mi nombre, de modo que podía castigarme directamente. Pero prefirió algo más sibilino. Se los llevó delante de algunos alumnos (para que me lo contaran), los guardó en su armario metálico, de esos de oficina con una llave pequeña, y esperó a que fuera a pedírselos, a que me humillara ante el todopoderoso jefe de estudios, para entonces castigarme. Pero pecó de soberbia. No contaba con mis malas artes.

Quiso la casualidad que en aquella época yo estuviera castigado en Dibujo. La profesora me había expulsado sine die y debía pasar la hora de clase precisamente en la pequeña habitación del Cebollo haciendo que estudiaba. Sentado solo en aquel pupitre, oyendo el runrun de las clases a lo lejos, me quedé mirando el armario metálico del señor Cebollas y tuve una iluminación. Saqué las llaves de casa y probé con la del buzón. ¡Eureka! El armario abrió a la primera. Ahí estaban mis libros, que cogí inmediatamente. Y ahí estaba, en varias baldas, toda una colección de tesoros confiscados por el cura comisario a todas sus víctimas: rotrings, bolígrafos, rotuladores, libretas, tinta, reglas, escuadras, cartabones… De todo. Cogí mis libros, cogí algún boli y cerré de nuevo. Al acabar la hora de castigo volví a clase y al terminar la jornada marché para casa con la sonrisa en los labios. Se la había metido doblada. Me imaginaba sus ojos como platos al abrir el armario. Al día siguiente, antes de empezar las clases, se asomó a la nuestra y me miró. En aquella mirada se condensaba todo, se resumía todo: “Cabrón, me la jugaste. Ya te pillaré”. Eso quise leer en aquellos ojos de sargento nipón irritado. Por una vez, le había salido el tiro por la culata.

Temas

Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


enero 2012
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