El parque Ferrera es el rey del mambo y del ditirambo. O sea, que no hay parque como él –en calidad, cantidad y centralidad– en Avilés, por supuesto. Y en Asturias, pues también.
De niños, alentados por lecturas –Salgari, Julio Verne, etc.– saltábamos imprudentemente, sus altos muros y lo pasábamos de miedo, aterrados claro, por aquella desmesurada espesura, esperando que nos salvara Tarzán o la mona Chita. Era una selva desmadrada en medio de una ciudad puesta patas arriba por aquel terremoto industrial provocado por ENSIDESA y compañía en 1950.
El 19 de mayo de 1976 los Reyes de España dieron fe, con su presencia, acompañados del alcalde Ricardo Fernández, del traspaso de la propiedad de este morrocotudo jardín, abandonado, del marqués de Ferrera –en pleno centro de la ciudad– al pueblo de Avilés.
Fue la mayor reconquista de suelo para ocio, jamás habida en la historia avilesina. De bosque nobiliario pasó a ser parque público. De igual forma que años más tarde los dos escudos del palacio del noble se convertirían en cinco estrellas hoteleras, con lo que se esfumó gran parte de aquel poder de los Ferrera, resumido en detalles como el de que a mitad del siglo XIX eran dueños de cerca de 90 de las 600 casas habitables existentes en Avilés.
Aquella primera conquista social la llevó a cabo la corporación del alcalde Fernando Suárez del Villar, pagando 91 millones de pesetas (547.000 €) por 81.564 metros cuadrados de parque inglés.
En 1998 otro gobierno local –con Agustín González, al frente– le añadió el refinado jardín francés, situado a la trasera del palacio, residencia privada que –en tiempos de Santiago Rodríguez Vega, como alcalde– mudó a Ferrera Palace.
Poseedor de 93 especies, el parque –abrazado por las milagrosas y porticadas calles barrocas de Rivero y Galiana– tiene tres fuentes, cinco puertas, paseos con nombres de poetas muertos y hasta la modernidad del ‘wifi’. Gratuito, claro.
Hay que ver lo que cambió el follaje en esta ciudad, en cuarenta años.
La llegada de los ayuntamientos democráticos, en 1979, propició una espectacular proliferación de zonas verdes para el ocio. Por ejemplo, las dos corporaciones, presididas por Manuel Ponga plantaron en Avilés seis parques (Versalles, La Luz, El Pozón, La Magdalena, Carbayedo y La Carriona). Revolución botánica que ennobleció la calidad de vida. Algo histórico.
Pero el Ferrera lidera esta sublevación de ocio y frescura, más extensa que el San Francisco de Oviedo. Y no lo comparo con el Central Park de Nueva York, porque no tiene ardillas. Sin embargo a veces se llena de focas, fenómeno artístico de singularidad mundial conocido como ‘Seal Parade’.
El Ferrera Park es la santísima bendición vegetal de esta marítima y monumental villa «a la que no llega el encaje de las olas», como escribió Luís Amado-Blanco, uno de los poetas que tiene alameda en el Ferrera.
Este parque es mi jardín particular a la vez que el de miles de personas. Esa es la clave que resume el formidable cambio del verde que te quiero verde, en Avilés.
Que no todo son penurias. Quede constancia.