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Adrián Ausín

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La gesta del río Colorado

Hay días en tu vida dignos de enmarcar, días en los que la emoción se desborda por todos los poros de tu piel y acabas por estallar de júbilo, días en los que te sientes más vivo que nunca. Uno de esos días lo viví hace justo ahora tres años en el Gran Cañón del Colorado, en Arizona, USA, adonde llegué tras hacer noche en el Death Valley (Valle de la Muerte), increíble contraste desértico tras Yosemite, donde nada más llegar y mirar alrededor me saltaron las lágrimas en aquel viaje inolvidable iniciado en San Francisco. Con ese cúmulo de emociones en la mochila (San Francisco, Yosemite, Death Valley), el Gran Cañón llegaba como una más, pero sería allí donde nos someteríamos a una prueba de fuego imprevista. Era ya noviembre y la noche te cortaba los planes en torno a las 5.30 de la tarde. Al llegar tras una palicilla de coche, quedaba apenas tiempo de asomarse a la boca sur del Gran Cañón, la más afamada, casi a cinco horas al sur de Las Vegas. En un rápido recorrido por los miradores, enseguida distinguimos uno con un camino descendente, el Bright Angel, en inagotables zigzags hasta el río Colorado.

La enorme grieta del Cañón ofrecía vistas hasta una zona intermedia, unos mil metros más abajo, donde se estrechaba más, lo que te impedía distinguir el río. Si querías ver el río Colorado, debías bajar. Pero arriba estabas a 2.300 metros de altitud y abajo, a 700. Era una vertical terrible, pronunciada y muy larga. El folleto que te daban al entrar al parque decía explícitamente que ni se te pasara por la cabeza intentar bajar y subir en el día. A ras de río había una zona de acampada para hacerlo en dos jornadas, pero debías tener tiempo y material adecuado (tienda, sacos, etc). Un problema adicional era que al amanecer había  unos 6 o 7 grados y al mediodía unos 18 o 20, lo que dificultaba la vestimenta. Con todos esos datos en la cabeza, con poca luz, decidimos bajar un poquitín por aquel camino. Pero enseguida vimos que era tonto seguir, pues iríamos por ahí mismo al día siguiente. Quedamos contemplando el paisaje hasta que entablamos conversación con cinco alemanes veinteañeros que regresaban de no se sabía dónde. Les pedí una foto con su propia cámara (la nuestra había cascado dos días antes) con objeto de que la enviaran por correo electrónico a la vuelta. Accedieron. Y ante la pregunta que de dónde venían dijeron que del mismísimo río Colorado, lo cual demostraron con un vídeo en el que aparecían bañándose en sus aguas. Ummmm. Tan largos se me pusieron los dientes que inicié el interrogatorio: ¿Cuánto tiempo? Cinco horas bajar. ¿Duro? Muy duro. Los alemanes nos miraban e inisistían en que había que estar muy bien entrenado. La vena patria me empezó a subir a la cabeza. ¿Qué insinuaban con esas miradas? Buscamos hotel a las puertas del parque, cenamos en un restaurante mexicano con banda de country en directo y a las siete en punto de la mañana estábamos en el mismo mirador de la víspera: pantalón corto, playeros viejos y chubasquero fino de Decathlon, mochila, botella de agua, bocatas y linterna frontal por si se hacía de noche para volver.

Bajamos a un ritmo endiablado. A la mitad había una granja, árboles y, lo más importante, un par de fuentes, que permitieron reponer la litrona. Había mochileros. Gente que iba en burro (en plan guiri). Pocos, muy pocos, que iban hasta abajo. El paisaje era brutal. Primero desértico. Con la clásica escena del buitre que planea entre rocas. Luego el vergel intermedio. Luego más camino intuyendo ya el río. Íbamos como motos, recordando las cinco horas de los fornidos alemanes veinteañeros. Era una carrera contra el reloj. Y a las 10.30 horas llegamos al río Colorado, a sus pies, a su bravura. La emoción fue bárbara. ¡En tres horas y media estábamos abajo! Qué alemanes ni qué mi madre, joder. ¡España! ¡España! ¡España! Eché de menos no haber llevado una bandera para recolonizar el río Colorado (que puso en el mapa un explorador español). Tras el frío de las siete de la mañana, a las diez y media hacía calor. El río iba veloz, alegre, ondulante, trazando una amplia curva. Empecé a quitármelo todo, me puse un bañador y fui al ataque de dos americanones que acababan de llegar. Con auxilio marital, les expliqué que nuestra cámara “its broken” y les rogué que nos hicieran una foto allí, a los pies del río Colorado. Accedieron amables. Dos semanas después, aquella pareja maja majísima remitiría a mi correo electrónico una docena de fotos en las que también me había inmortalizando bañándome en el río. Entrando con cara de emoción, sumergiéndome con cuidado y saliendo. Brutal experiencia. Increíble sensación de felicidad. Pero una putada en el horizonte. Después de tres horas y media de megacaminata, quedaba volver. Y ahora sería cuesta arriba. Descansamos hora y media, hasta el mediodía, comimos, soleamos y cogimos aire. Quizá la subida fueran de verdad cinco horas. La vertical era absoluta. De 700 a 2.300 metros muy inclinados. Así que nos despedimos del río, apretamos los dientes y arriba. La esposa subió como un torpedo, pese a ser la hora de más sol del día, bebimos litros de agua en la zona intermedia de las fuentes y coronamos los miradores a las 3.50 de la tarde. Habíamos subido sólo en veinte minutos más que la bajada. Una vez arriba, la felicidad era inmensa, la sensación de haber logrado una gesta sobrehumana te arrancaba una sonrisa perpetua, las vistas eran maravillosas, mirabas abajo y te decías: acabo de estar allí y estoy de nuevo aquí.

Antes de dormir aquel día memorable, 9 de noviembre de 2009, aún tuvimos tiempo de ver una película panorámica preciosa sobre la historia del Gran Cañón en un megacine situado a las puertas del parque y volver a cenar en el restaurante mexicano de carretera. Al día siguiente, volaríamos en helicóptero sobre la Gran Grieta, en otra experiencia inolvidable acompañada por la música de ‘Así habló Zaratustra’. Cagón como soy para volar, pensé: No es mal sitio para morir. Cuando el helicóptero se dejó caer al llegar a la grieta, en un efecto calculado para impresionar al personal, los seis pasajeros lanzamos un “uyyyyy” al unísono, compensado enseguida por el piloto al remontar un poco el vuelo. No nos estrellamos. Viví para contarlo. Y, sin duda alguna, pienso volver algún día para recorrer el río en raffting, otra experiencia total que allá por noviembre no se puede llevar a cabo. ¡Hasta pronto, río Colorado! Que tiemblen los alemanes. Que allí volverá la Armada Invencible Asturiana.

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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