Aún estoy en una nube tóxica. Sumido en una extraña atmósfera donde nada es lo que parece. Dudando sobre los conceptos espacio y tiempo. Con la certeza de estar en Gijón en el año 2012, de que ha empezado el otoño, de que hay una temperatura agradablemente extraña, de que estoy en la playa en el mes de octubre por las mañanas y en EL COMERCIO, con paladas de curro, por las tardes. Pero con las cábalas mentales de pensar qué pasaría si cuando paseo por San Lorenzo en plena bajamar de repente fuera pleamar y me sintiera literalmente comido por una especie de tsunami cantábrico. O si de repente el periódico ya no está en su sitio y no sé dónde ir a buscarlo. De todas estas sensaciones de la movilidad del espacio/tiempo tiene la culpa Stephen King (Maine, USA, 1947). Nunca se me pasó por la cabeza leer a Stephen King, pese a en las apasionantes versiones cinematográficas de ‘El Resplandor’ y de ‘Misery’. La novela de terror no entra en mis previsiones. Sin embargo, ha sido el big broder, gran lector, el culpable de ponerme en las manos su última obra, editada en marzo. ‘El País’ dijo que era una obra maestra, él la compró y la devoró, y la dejó en mis manos antes de marcharse para Alicante al final del verano. La ataqué hace un par de semanas con cierta pereza -858 páginas, un tocho pesado- y la acabé el sábado, pasadas las tres de la madrugada, pese al agotamiento, al no poder parar hasta llegar al final.
’22/11/63′ es un viaje en el tiempo con una importante misión. Un enfermo de cáncer le revela a un buen amigo la posibilidad de plantarse en 1958 cuantas veces quiera traspasando el umbral de una misteriosa habitación. A ese enfermo de cáncer le obsesiona evitar el atentado que acabó con la vida de J. F. K. en Dallas el 22 del 11 de 1963. Con ello, piensa, evitaría la guerra de Vietnam y salvaría la vida a 60.000 soldados americanos (amén de entre 3 y 5 millones de vietnamitas), pues Kennedy era opuesto a esas incursiones bélicas. El amigo, un profesor separado, se asoma a 1958, toma conciencia de la situación, intenta evitar un crimen que tuvo lugar ese mismo año y regresa a 2011. El enfermo de cáncer le explica todo su plan y le convence para volver al pasado a cambiar el curso de la historia. Ese es el argumento central de ’22/11/63′. Pero, claro, entre 1958 y 1963, el protagonista, que pasa a hacerse llamar George Amberston, debe pasar el rato. Esto abre la novela a una serie de historias paralelas que acaban cobrando para el lector tanto interés o más que la propia persecución de Lee Harvey Oswald, el asesino de Kennedy, quien en esos primeros años ni siquiera vive en Estados Unidos; está de hecho en Rusia, donde contraerá matrimonio con una autóctona que, por cierto, aún vive hoy día.
De esto va ’22/11/63′. Al inicio, te implicas superficialmente. Stephen King tiene un estilo ágil que te va metiendo con rapidez en la historia, aunque sin implicarte demasiado. Hay que seguir leyendo. Cuando llevas el libro mediado estás atrapado hasta las cejas. Y cuando van dos tercios es que ya no puedes parar en ningún momento. Llegas a casa y te tiras literalmente a por él. Te vas a la playa, un 5 de octubre, y lo llevas pese a que siempre te dedicas solo a pasear y bañarte. Esta vez, coges una toalla. Llegas a casa, exhausto, la noche del sábado y te metes con él en la cama a la una de la madrugada para no soltarlo hasta pasadas las tres, una vez leído un capítulo final que te conmueve por dentro y por fuera. La resolución de la complicada ecuación que se plantea, nada más y nada menos que cambiar la historia, de provocar un efecto mariposa de consecuencias impredecibles, está resuelta con maestría, con lógica y, también, con una ternura que jamás habrías imaginado. Conmovido por ’22/11/63′, aún tuve tiempo la noche del sábado para poner el nombre de ‘Stephen King’ en Google y documentarme sobre su vida y obras, ubicarlo en Maine, ese estado apocalíptico, deshabitado y singular ubicado entre Massachusetts y Canadá que me quedó pendiente de visitar hace justo un año en el viaje por Nueva Inglaterra. No había tiempo para todo. Pero de haber leído antes este libro (hace un año aún no estaba en las librerías) seguro que el ‘efecto King’ me habría llevado hasta la misma puerta de su casa. Ahora paso los días maquinando viajes en el tiempo, yendo para atrás y para adelante, aunque sin ningún deseo especial de cambiar nada esencial de mi vida. Prefiero leer el libro de Stephen King y pasear después por la arena de San Lorenzo, con estos singulares soles de octubre, imaginando cosas diferentes, mundos cambiantes, futuros en los que apareces de repente sin cononcer a nadie o pasados en los que todo era más sencillo y espontáneo. King me ha metido muchos pájaros en la cabeza, además de dejarme dándole vueltas a una escena final memorable que, creo, merece ocupar un digno lugar, siquiera un rinconcito, en la historia de la literatura.