Tal día como hoy, hace veinte años, cerraba el telón la Expo 92. Del 20 de abril al 12 de octubre, por la isla de la Cartuja pasaron varias veces los Reyes, todos los ministros de España, los presidentes autonómicos, actores y actrices, escritores, famosos de todo tipo y condición. Desde Gorbachov hasta Martes y Trece. Desde Lady Di hasta Rocío Jurado lanzando un mensaje público de apoyo a Camarón, “que está muy malito” (moriría al cabo de unos días). Desde un antipático Gabriel García Márquez hasta un inspirado Michael Nyman, que dio un concierto memorable. La Expo 92 era el centro cultural del mundo. Y allí mandó Vocento dos meses antes de que empezara a una brillante periodista, Arantza Furundarena, y un chico para todo de 24 años, servidor, para informar a lo que entonces se llamaba Grupo Correo y la agencia Colpisa de todo lo que se cocinaba allí, en aquella Sevilla grandiosa, llena de luz y de color, como la tó-tó-tómbola de Marisol.
Llegué a Sevilla con mi Citroën Dos Caballos y lo aparqué justo frente a la catedral una tarde noche de febrero de 1992. La primera experiencia fue ver a un gitano cantándole a la Giralda caminando hacia ella entre los naranjos, con una mano alzada acompañando sus desgarradores arpegios. Esto promete, pensé. Primero me acogió Arancha en su casa, a dos pasos de aquella escena del gitano cantarín, a la espalda del Café Placentines, del Loco de la Colina. No nos conocíamos de nada, pero sintonizamos rápido. Luego me puse a buscar cobijo duradero. Alquilé un piso vacío de un edificio recién construido, lo amueblé con lo básico y empecé a currar. Cuando acabó la Expo, por aquel piso habían pasado más de 50 personas. Familiares, amigos y periodistas. Lo pagaba el periódico Ideal de Granada. Ahí se te presentaba cada semana un plumilla con su novia o esposa y tú a darles plano de la Expo, desayuno, llaves y consejos. Singular, variado, divertido. Como llevar al subdirector del Ideal, con traje y maletín, en la Vespa. O recoger en Santa Justa a mi prima Ana y sus amigas, con un chelo que me obligó a descapotar el Dos Caballos porque no entraba por ninguna parte. ¿Qué hacían con un chelo en Sevilla? No me acuerdo.
El caso es que durante dos meses, hasta la inauguración, Arancha y servidor estrenamos despacho en el edificio de prensa de la Isla de la Cartuja y nos dispusimos a patear lo que sería la Expo 92: un lodazal lleno de edificios en obras cuya terminación parecía literalmente imposible para la fecha convenida. Nos repartimos un lote de reportajes cada uno y nos los fuimos currando. Una semana antes de la inauguración, remitimos algo así como 30 reportajes para todos los periódicos del grupo para que cada cual eligiera sus favoritos y realizara el típico cuadernillo. Conservo uno de ellos como oro en paño. Nos quedó francamente bien. Arancha la lió parda al decir que el pabellón del País Vasco, con una fachada que representaba la ikurriña, había sido bautizado por algunos obreros como “el puticlub” debido a esos tonos rojos y verdes que se iluminaban de noche. Yo de aquélla no me permitía esas licencias. Memorable fue aquel incendio previo a la inauguración que calcinó el edficio llamado a ser la estrella de la exposición: el Pabellón de los Descubrimientos. Tras el fuego, todos los periodistas nos apilábamos en torno a Jacinto Pellón y Emilio Cassinello, presidente y comisario de la Expo. Los micrónofonos les apuntaban y una extraña mujer desdentada de una televisión local de la zona abrió fuego diciendo: “Entonze, ¿cómo fue la coza?”. Aquella frase nos hizo reír hasta llorar a Arantza y servidor y siempre la recordamos cuando nos vemos, veinte años después, de pascuas a ramos.
Arrancó la Expo. Arancha se dedicaba al famoseo y la opinión (escribía un divertido artículo diario bajo el título ‘zumo de naranja’). Yo cubría la agenda del día. El día de honor de tal autonomía o de tal país, con discursos en el Palenque, visita al pabellón del homenajeado y declaraciones de actualidad del ministro de turno que ejercía de anfitrión. Si el país era menos importante, por ejemplo Antigua y Barbuda, el Gobierno mandaba a veces a un secretario de estado, como fue Rubalcaba, apenas unas semanas antes de ser nombrado ministro, menudo, dinámico, como un colibrí. Cuando acababan los actos mañaneros, que te tenían peinando la Expo de 11 a 14 horas, nos íbamos a comer, casi siempre gazpacho y ensalada, pues el calor era atronador. Y luego a escribir a toda leche, por culpa de la agencia Colpisa, que lo quería todo para ya. A eso de las ocho de la tarde habíamos terminado y entonces tocaba conocer Sevilla o ir a las fiestas de la Expo. Todos los actores españoles en una cena informal (especialmente enano y tímido Jorge Sanz). O una fiesta nocturna en el pabellón de Cuba, donde se sorteaban tres viajes de una semana a Varadero con todo incluido. ¡Y me tocó uno! O aquellas cogorzas de sidra en el pabellón de Asturias con Tixo el Roxu de anfitrión y la botella a 720 pesetas de aquellas. Era carísimo, pero era la botella de alcohol más barata de la Expo. Los asturianos iban allí y decían a los camareros: “¿No se vos cae la cara?”. Pero el Roxu se portó como un champion cuando aparecí allí con mi padre y mi tío Luis, a quienes conocía, y fuimos bebiendo y picando hasta marchar con una singular melopea de la Expo. No tenía precedentes de haberme cocido con el pater.
Las noches más trasgresoras se produjeron cuando visitaron Sevilla Chanca, Monse, Roberto… La agarramos cojonuda y nos dio por llamar por teléfono a las tres de la mañana a números al azar de Sevilla. Decíamos que éramos de la radio y que estábamos en pleno concurso. Díganos cómo se llama la mascota de la Expo y ganará un fantástico premio. Una señora replicó para nuestro asombro: ¿Puedo consultar? Curro era mundialmente conocido de aquella y una sevillana pedía el comodín de la llamada al marido. A despertarle, supongo. Aquello fue un abuso en toda regla, estuvo mal, pero fue, creo yo, una válvula de escape a tanta tensión diaria de aquel imberbe periodista. Aquella noche macarra, al marchar a los aparcamientos había unas cabinas con chicas muy monas para pagar el parking. Iniciamos un juego. Yo me acercaba a preguntar haciéndome el guiri, pero mezclaba una palabra en inglés, con tres en supuesto turco y una ristra de términos inventados imposibles de centrar. Empezaba por un Where is my car? Pero cuando ella decía “por allí”, metía la cuña con un “uans more, strongs, ratxcrims, ¿noo?”. Y ella miraba a la de la cabina de al lado y decía. “Mary, mira tú ezte, que no le entiendo ná”. Reímos mucho aquellos días.
Cuando la Expo acabó, aquel parque de atracciones lleno de tesoros pulsó el off de un día para otro. Por sus calles y pabellones habían pasado 200.000 personas al día, con picos de hasta 700.000. Aquel ambiente de fiesta, aquella mezcla de sonidos nocturnos, con el espectáculo del Lago, donde estaban los pabellones autonómicos, la música cañera del Kanguroo Pub, las incombustibles sevillanas, las colas para entrar a España o la Navegación, los conciertos en el Auditorio, las comitivas reales, los políticos, el famoseo… Todo se esfumó de un día para otro. Cerré el piso franco de Sevilla, me fui de vacaciones a aquel viaje a Cuba que me había tocado y al volver estaba en Granada preparando un nuevo suplemento de barrio denominado ‘Vecinos del Zaidín’. De escribir sobre Gorbachov, los Reyes o Lady Di pasaba a organizar un semanal hablando de baches, farolas y demandas vecinales. Todo era periodismo. Lo primero y lo segundo. La Isla de la Cartuja había dejado en mí una sensación de haber pasado por un cuento irreal, de haberme metido en una fantasía animada, de la que había salido por el doble fondo de un armario ropero a la más cruda realidad granadina. Pero el Albaicín, al final, habría de gustarme más que Sevilla. La Alhambra que tenía enfrente, aunque también parecía irreal, como la Expo una vez acabada, podía pisarla y pasearla cada mañana, encumbrarme a la torre de la Vela y reconocer desde allí, eso sí, que Sevilla tiene un color especial.