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Adrián Ausín

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El Escocia

Cuántas noches en tu puerta. Cuántas partidas de futbolín. Cuántas subidas y bajadas. Cuánta tertulia. Cuánta risa derramada. Cuántas cervezas. Cuánta vida destilada, Escocia. Durante años y años, los pies no necesitaban órdenes concretas en la noche gijonesa. Acabada la cena, o acabado el curro a altas horas, tu cuerpo entero tomaba una sola ruta, una sola dirección, un solo camino. De cualquier sitio al Escocia, a su media cuesta, a sus tres rincones, a su buena música, a su ambiente eterno. Acompañado o solo. Daba igual. Poner los pies en el Escocia, pedir una Mahou y apoyarte en la puerta mirando a través de la noche a los barcos del puerto deportivo era más que un hábito, una religión que apenas se practicaba sola unos instantes. Antes de cinco minutos, tenías ya compañía. Había llegado un amigo, un conocido, o te ponías a dar palique a uno de sus inolvidables camareros; primero, Nieves y Geles; después, Chanca (¿una Mahou?), Andrés, las Lorenas, la María, la Monse… Una larga lista de grandes gentes con la que platicabas en aquel rincón de la entrada a la izquierda, o con la que te ponías ciego a golpes para ir calentando la noche así de repente por iniciativa del Chancleto.

Cerró el Escocia hace dos años, aunque parezca una eternidad. Cerró antes el Varsovia y poco después el Café Caracol de Barquín. Tres persianazos que, sumados a la cuarentena personal, conducen mis pasos invariablemente hacia casa cuando acabas la jornada laboral al filo de la medianoche. Tiempo atrás, daba igual el día de la semana, lunes, martes, jueves ni te cuento, el Escocia era tu destino natural, esa segunda casa que se convertía en primera demasiados días y demasiadas noches. Hace un par de semanas, realizando ese paseo matinal que empieza en el puente del Piles, sigue por el Cerro, baja por la Cuesta del Cholo (espero que no la cierren) y remata la vuelta por la Plaza Mayor divisé un cristal roto en las ruinas del Escocia. Me acerqué y miré. Allí estaban apilados los recuerdos, recubiertos de una gran capa de polvo, sujetos por una sucesión de puntales, para que no se venga abajo el edificio, dispersos entre la barra del bar, el banco que se sacaba a la calle y algún taburete plenamente reconocibles. La vista hiere. Es la imagen de un anciano o de la propia muerte allí donde siempre hubo vida y alegría, donde una generación, o más bien varias, inició sus noches en un enclave mágico a caballo entre la entrada a Cimadevilla, los barcos del puerto deportivo, el bullicio cercano de la plaza del Marqués y el aroma del mar. De repente, un día el edificio se resquebrajó, los dueños quisieron declarar la ruina total y el pub más gijonés de Gijón echó el cierre para siempre.

Mirabas adentro hace un par de semanas sin poder evitar que la mente rebobinase cinco, diez, quince o veinte años atrás. Chanca echando una cerveza, Cipri hablando sin parar, tejiendo su tela de araña nocturna, Pablo de acá para allá, Gustavo y Miguel Morán en una esquina, Miguel Martín con Fernando y Joaquín en otra, las Azúcar Moreno entrando por la puerta, Javier Pañeda destilando simpatía, el Chispa aprovechando la recogida de vasos por todos los rincones para dar palique al personal, Alfredo con sus músicas, el fúbolín resonando en el piso de arriba, el baño con sus eternas colas, las escaleras gastadas de tanto usarlas, aromas medicinales del reservado de arriba, gacelas thompson por todas partes, bandas enteras de amigos esparramadas aquí y allá, tramos de conversaciones en cada piso, en cada banco, picoteos de risas de acá para allá hasta que cerca de las cuatro de la mañana se empezaba a cerrar el chiringuito, primero de la puerta para afuera, aunque fuera el mismísimo Sabina o la mismísima Marilyn Monroe quien llamase, luego de la puerta para dentro. Si había carrete, te ibas al (viejo) Varsovia, donde quizá verías amanecer a través de los ventanales. De la cháchara tranquila del Escocia mirando al Muelle pasabas al desfase del Varsovia mirando a San Lorenzo. De un mar gijonés al otro en cinco minutos… Pero eso…. Es agua pasada.

Miras adentro del Escocia sin poder evitar, como si aún estuviera allí congelada aquella imagen, aquel día que entró una gacela thompson con sus amigas y decidiste pasar a la acción de una vez por todas. Allí cayeron cacharros, cervezas y golpes, para continuar después en La Sal y, más tarde, bailando salsa en Fomento. No bailé tan bien en mi vida, Escocia. Tú me inspiraste, también, aquel día que me llevaría dos años después al altar municipal. Pero luego, ya talludo, cerraste la puerta de repente para dejarnos a todos con el gesto gélido propio de cuando lees una esquela conocida. Miras adentro del Escocia, del viejo Escocia, como quien bucease por los pasillos de un barco naufragado. Sin el Escocia, sin el Caracol, sin el viejo Varsovia mi vida se ha vuelto diurna, la noche es ya demasiado extraña. Ahora que van a rehabilitar el edificio, según publicó Marcos Moro en EL COMERCIO, quedará un local de veinte metros cuadrados disponible, el de la entrada, sin futbolín ni fumadero. ¿Abrirá un microEscocia? Quizá sí, quizá no. Aunque ya nada sería igual. ¡Salud, viejo Escocia! Guardemos tus recuerdos como oro en paño.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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